martes, 5 de noviembre de 2013

BC 1: EL PRISIONERO


En la forzada soledad en la que se encontraba, el vacío no carecía de sensaciones. Su cuerpo estaba entumecido, dolorido, por los largos días de cautiverio. La primera vez que había despertado se había revuelto como una bestia salvaje, tensando inútilmente sus músculos y forcejeando contra la presión de las gruesas cadenas metálicas que inmovilizaban sus brazos. Nunca supo cuánto tiempo estuvo luchando por liberarse. Mucho, se imaginaba. En cualquier caso, tampoco podía hacer otra cosa.

Sus únicos compañeros habían sido desde entonces el zumbido constante de unos motores gigantescos pero lejanos a pesar de todo, el hedor de su propia orina y heces, y el dolor provocado por las ataduras que lo inmovilizaban cruelmente de pie y con los brazos abiertos en cruz. Al principio, había soportado el suplicio con entereza. Ni siquiera el hecho de que nadie le llevase comida ni bebida alguna minó su resolución para mantenerse con vida a toda costa. Y sin embargo, con cada fragmento de tiempo que se escurría entre sus dedos, notaba cómo sus fuerzas flaqueaban imperceptiblemente hasta que acabó llegando el momento en que dejó de mantenerse en pie por sus propios medios y su cuerpo quedó suspendido dolorosamente en el aire, arrastrando los pies por el frío suelo metálico mientras sus maltratados brazos soportaban todo el peso del cuerpo.

Debatiéndose entre la vida y la muerte, descubrió que una espesa niebla parecía oscurecer la parte de su cerebro donde se almacenan los recuerdos. En los primeros días de su cautiverio, se había esforzado por hallar un modo de escapar, pero cuando por fin había comprendido que aquello era imposible, había descubierto la importancia de las preguntas: por ejemplo, quiénes eran sus captores y, más importante aun, quién era él. Para su gran angustia, pronto descubrió también que la ausencia de recuerdos dejaba un vacío más doloroso que cualquier magulladura provocada por los grilletes y más temible que la soledad de su encierro.

¿Quién soy? Ése era el quid de la cuestión. La pregunta que lo atormentaba con más frecuencia era la más importante de todas. Si tan sólo supiese su nombre o albergase algún recuerdo al que poder aferrarse en su desesperación, estaba seguro de que podría soportar su encierro aunque le ocasionase la muerte. Sin embargo, de alguna forma, sus misteriosos atormentadores le habían arrebatado incluso esa posibilidad. Y sin embargo, durante ese tiempo de introspección abocada al fracaso, había decidido que si su destino era morir en la ignominia, lo haría con toda la dignidad de la que fuese capaz. Sin embargo, otra parte de él estaba aterrada ante la posibilidad de que el paso del tiempo minase incluso aquella resolución interior. Escupiendo una última maldición entre sus labios resecos, cerró los ojos dentro de la capucha que cubría su cabeza y se resignó ante lo inevitable.

-.-

No sabía cuánto tiempo estuvo inconsciente. Debía estar más débil de lo que se había imaginado, ya que cuando volvió en sí, descubrió que no estaba solo. Dos hombres nerviosos se esforzaban por limpiar su cuerpo con trapos húmedos, intentando hacerlo tan rápido y silenciosamente como les fuera posible. Estaban aterrorizados. Seguía sin poder verlos directamente por culpa de la condenada capucha, pero podía oler su miedo. Era tan palpable como el frío que sentía ahora la piel de su espalda contra la fría superficie metálica del suelo. Parecía evidente que lo habían tumbado boca arriba en algún momento desde su última pérdida de consciencia.

-Agua, agua-, suplicó una voz rota y quebrada que apenas reconoció como la suya.

Los hombres detuvieron su labor al instante, como si hubiesen sufrido una repentina descarga eléctrica. Probablemente estuviesen inseguros acerca de qué debían hacer a continuación. Una voz metálica y autoritaria tomó la decisión por ellos.

-Dadle agua-, ordenó. Sus palabras eran graves y fuertes, pero parecían que estaban siendo filtradas a través algún instrumento artificial. 

Los hombres obedecieron inmediatamente. Respirando agitadamente, uno de ellos le sostuvo la cabeza con sus manos mientras su compañero tiraba del cordón que anudaba en esos momentos la capucha a su garganta. El nudo no se soltó al primer intento. Quien fuera que lo hubiera hecho, lo había apretado a conciencia. No obstante, el hombre consiguió deshacerlo y retiró despacio la capucha.

Aunque hubiese querido ver el rostro de otro ser humano, incluso el de aquellos hombres, se obligó a cerrar los ojos al percatarse de que había pasado demasiado tiempo en la oscuridad y podría quedarse ciego para siempre ante la repentina aparición de la luz. Sin saber cómo había llegado a esa conclusión, ni cómo había conseguido recordarla, la puso en práctica sin dudar en el mismo momento en que se le pasó por la cabeza.

Cuando le retiraron la capucha, dejó de notar la calidez de su propia respiración contra la cara y respiró por primera vez una bocanada de aire más fresco. A pesar de su calamitoso estado, la sensación lo estremeció de alivio. Poco después notó un pequeño chorro de agua cayendo sobre sus labios resecos. Abrió al boca cuanto pudo, intentando olvidar su estado de postración, para beber de nuevo aquel líquido vivificador. Se atragantó un par de veces al beber, pero no dejó de hacerlo. No sabía cuánto tiempo podría pasar antes de que sus carceleros volviesen mostrar ningún tipo de clemencia con él.

Una vez que se terminó el agua, los hombres volvieron a su labor original. Con movimientos ágiles, le limpiaron la cara, los brazos y el cuerpo, con el mismo cuidado y esmero como si estuviesen realizando los rituales de purificación de un venerable espíritu-máquina. Cuando terminaron, pudo oír cómo recogieron sus utensilios y abandonaron su prisión con la misma rapidez que habían demostrado antes.

Nuevos sonidos irrumpieron en la oscuridad. Unas servojunturas crujieron con esfuerzo y unos pasos pesados se pusieron en marcha, acercándose. El prisionero percibió una vaga sensación de familiaridad al escuchar esos ruidos, como si algo se removiese en alguna parte ignota de su cerebro, pero no pudo identificar el recuerdo que trataba de surgir. Hubo un intenso olor a aceite para armas y luego más ruidos metálicos. Los sonidos chirriantes se acercaron y recogieron del suelo lo que debían ser las cadenas que lo habían inmovilizado durante tanto tiempo. Sin poder creérselo del todo, comprobó con estupor que aquello era cierto. Lo habían liberado de sus grilletes. Hizo un esfuerzo por rodar hacia un lado y trató de ponerse en pie, pero lo único que consiguió fue colocarse de rodillas mientras sus débiles brazos trataban de evitar que su cara se estrellase contra el suelo.

-Harías mejor en conservar tus energías, hermano-, le aconsejó la voz metálica. A pesar de que el filtro artificial impedía distinguir el tono de su propietario, el prisionero estuvo seguro de haber percibido un matiz divertido en sus palabras.

-¿Quién eres?

-Mi nombre es Lambo.

-¿Por qué me habéis encerrado?-, exigió saber indignado. -¿Dónde estoy?

-Estás a salvo, hermano. Al menos, por ahora. Es todo cuanto puedo decirte.

Los ruidos metálicos volvieron a ponerse en marcha, alejando a su interlocutor de la sala con pisadas firmes y pesadas. Pronto escuchó cómo alguien cerraba y aseguraba una puerta de metal, probablemente la de su celda, y los chirridos, más amortiguados que antes, se alejaron hasta desaparecer por completo. El prisionero se sentó en la oscuridad, tratando de ignorar el frío y la debilidad. "Estás a salvo, hermano. Al menos, por ahora". No podía confiar en las palabras de aquel perro guardián, pero tuvo que reconocer a regañadientes que su situación había cambiado, generando más preguntas que respuestas.

-.-

No tardaron mucho tiempo en volver a visitarlo. No tanto como se había temido, en cualquier caso. Sintió más que vio, cómo se encendía la luz de su celda unos escasos segundos antes de que abrieran la puerta. Eran los dos hombres que lo habían limpiado. Reconoció su olor en el mismo momento en que cruzaron el umbral. Seguían teniendo miedo, pero no tanto como en su última visita. Uno era alto y desgarbado, de pelo moreno y piel pálida. El otro era corpulento y bajo, y sus ojos estaban enmarcados por unas ojeras permanentes. Ninguno de los dos vestía de uniforme, nis sus ropas mostraban emblema o signo alguno que delatase sus lealtades. Lo único que pudo deducir de ellos por sus atuendos oscuros y gastados es que debían ser parte de la tripulación del navío espacial en el que se encontraban.

Ahora que se atrevía a mirarlos durante unos segundos sin temor a que la luz dañase sus ojos, el prisionero pudo comprobar inmediatamente que, comparados con él mismo, parecían hombrecillos hechos de barro. Pese a su estado de debilidad, cada fibra de sus músculos era tan resistente como el hierro y no le cabía ninguna duda de que si se ponía en pie, empequeñecería fácilmente su tamaño. De hecho, incluso parecían moverse de forma ineficiente. El prisionero ignoraba cómo sabía estas cosas, pero estaba tan seguro de sus intuiciones que no le quedaba más remedio que confiar en ellas a falta de tener información más precisa.

Cada vez que venían, los hombres dejaban unos cubos llenos de abundante comida y bebida, recogían los que hubiesen quedado vacíos desde su última visita y se marchaban tan rápida y silenciosamente como habían llegado. También le habían traído una enorme túnica gris con la que cubrir su cuerpo desnudo. Una deferencia innecesaria pero que su orgullo agradecía a pesar de todo. Lambo no volvió a visitarlo, pero el prisionero no se dejó engañar por las apariencias. Sabía que estaba cerca, tal vez al otro lado de la única puerta de su celda. Su olfato percibía allí el olor del aceite para armas que lo acompañaba. "Tarde o temprano tendré que enfrentarme a él para escapar", decidió en silencio. Por ahora, habría de adoptar el papel del buen prisionero, alimentándose para devolver las necesarias energías a su cuerpo, aunque era perfectamente consciente de que su situación no podía prolongarse más de lo necesario.

-.-

Una vez más, el globo lumínico del techo se encendió sin previo aviso unos segundos antes de se abriera la compuerta de su celda. El prisionero se protegió como pudo los ojos. Los goznes de la puerta chirriaron como era habitual. Sin embargo, una figura acorazada entró en el interior de la sala haciendo los mismos chirridos que había provocado Lambo. Esta vez el prisionero no dudó en mirar.

Las palabras bizarra y extravagante no podían hacerle la menor justicia al recién llegado. Tenía la forma de una figura vagamente humanoide, enorme, blindada y acorazada. Un grueso par de cuernos  antinaturales, parecidos a las astas de un uro, brotaba con naturalidad desde lo alto de su yelmo. Su amplio peto estaba enmarcado por gruesos cables negros cruzándose en el centro, que a su vez estaban protegidos por pequeñas cadenas de energía brillante, una energía a todas luces malsana y enfermiza. Amplias hombreras, una con remaches plateados y otra con la insignia pintada de los eslabones de una cadena rota, protegían los guanteletes blindados. Las piernas también estaban blindadas y lucían más remaches por debajo de las junturas de la rodilla. La figura blindada llevaba en su espalda una extraña mochila blindada que tenía por extremos una tobera a derecha e izquierda. Su captor estaba armado, por supuesto. En su mano derecha portaba un sólido bastón de metal y circuitería eléctrica, mientras que de costado blindado izquierdo colgaba magnéticamente una enorme pistola, a juego con el tamaño de su propietario.

Desde el momento en que sus miradas se cruzaron, el prisionero tuvo dos certezas. La primera se basaba en el conocimiento intuitivo de que el extraño portaba algún tipo de armadura blindada, algo llamado "Mark V" o "Modelo Herejía", pese a que no pudo reconocer la insignia de la hombrera, la cadena rota, ni tampoco el patrón negro y bordes plateados que ostentaba la armadura. La segunda certeza que tuvo en ese momento era que estaba seguro de que el bastón era un arma, una que podría segar con su vida con tanta facilidad como la pistola "bolter" del extraño.

-¿Quién eres?

-Sal de la celda-, ordenó el otro a través de los altavoces de su yelmo. -Ahora.

El prisionero no obedeció al instante. Su mirada no mostró temor alguno, sino el desafío frío y sereno de un soldado dispuesto a vender cara su vida en su último combate. Sin embargo, la figura acorazada no pareció percatarse y salió de la celda sin comprobar si le seguía. "Mejor morir fuera que dentro", razonó el prisionero recurriendo a todo su pragmatismo para hacer exactamente lo que le había dicho su enemigo.

Por primera vez, cruzó el umbral de la puerta y salió a un oscuro pasillo, cuya penumbra apenas era interrumpida por la débil luz emitida por dispersos lúmenes y globos luminosos, demasiado distantes unos de otros para conferir una iluminación adecuada. A parte de la figura acorazada y de él mismo, no había nadie más en el corredor, que era ligeramente estrecho para que ambos se moviesen con comodidad, aunque desde luego no  era tan claustrofóbico como la mísera celda que acababa de abandonar.

El extraño comenzó a caminar, Las placas de la armadura crujieron por el esfuerzo, provocando pequeños ecos en el pasillo, y una débil murmullo se desprendía de las toberas de su mochila. La figura acorazada dio cinco pesados pasos antes de darse cuenta de que no lo estaba siguiendo. De repente, se giró con una rapidez que desmentía su enorme tamaño y lo señaló con el bastón a modo de advertencia.

-¡No debes separarte bajo ningún concepto de mí!

-No iré a ninguna parte hasta que me expliques dónde estoy o por qué debo seguirte.

-Tengo todas las respuestas que buscas, hermano, pero no te las daré en un vulgar pasillo.

-¿Dónde entonces?-, preguntó él suspicaz.

-En mi biblioteca, por supuesto. Ven, no me hagas perder más tiempo.

-No.

El yelmo de la servoarmadura le impidió contemplar la reacción de su interlocutor, pero su silencio fue del todo elocuente. Durante unos tensos segundos, el extraño no dijo nada. Tampoco se movió. Las lentes que cubrían sus ojos simplemente se enfocaron en él, como si fuese un insecto demasiado atrevido. El prisionero separó despacio su piernas y tensó su cuerpo, listo para afrontar su última batalla.

-¿Es que prefieres pudrirte en esa celda?-, quiso saber finalmente el extraño. Al terminar la pregunta, apoyó su bastón de metal en el suelo, con un movimiento pausado y tranquilo, pero en absoluto inocente.

-Ignoro qué es lo que pretendes... pero te aseguro que no te seguiré como una res al matadero.

-Te juro que nadie va a hacerte daño, hermano. Sólo...

-¡Deja de llamarme hermano!-, le interrumpió él furioso. Había sufrido demasiado dolor y demasiadas humillaciones para poder contener sus emociones. Estuvo a punto de dejarse llevar, de saltar sobre su adversario y tratar de arrancarle el bastón metálico de sus manos blindadas. Sin embargo, su enemigo usó contra él un arma que lo dejó completamente indefenso.

-¿No recuerdas nada, verdad? Has olvidado tus orígenes, tu pasado... lo has perdido todo. ¿No es cierto?

El prisionero apretó la mandíbula sin saber qué podía contestar. Su instinto le pedía, no, le exigía, que acabase con esa farsa. Tenía el alma de un guerrero, de eso no le cabía ninguna duda. Si su adversario lo derrotaba, habría obtenido una muerte honorable. En caso contrario, podría explorar la nave y llevarse consigo a cuántos enemigos pudiese antes de morir, como inevitablemente sabía que ocurriría.

-Tu nombre es Quintus.

-Quintus-, repitió él estúpidamente. Aquel nombre parecía insubstancial. No trajo ningún recuerdo perdido a su torturada memoria. No era nada... pero al mismo tiempo el simple hecho de tener ese nombre templó  sus ánimos considerablemente.

-Ven a mi biblioteca, hermano. Te juro que allí encontrarás todas las respuestas que buscas.