Aequam memento rebus in arduis servare mentem. Escucha estas palabras. Siete son los astros móviles que iluminan la bóveda celestial. Tres son los ojos que observan la perfección de los acabado. Uno es el gran principio creador universal. Mis recuerdos se esconden en la magia de estos números, esperando pacientemente la llegada de este momento. Concéntrate. Repítelos despacio. Ahora lee y comprende. Veritas filia temporis.
Mis días mortales comenzaron en Praga, capital del reino de Bohemia. La ciudad disfrutaba por aquel entonces de grandes riquezas, gracias a las minas de plata de las montañas vecinas, y de un enorme prestigio entre los reinos cristianos. Praga está dividida en dos por el río Vltava, que separa a la Ciudad Vieja del Pequeño Barrio. Únicamente el Puente de Judith une las dos orillas del río, salvo en los tres meses más fríos del invierno, en los que el Vltava se congelaba hasta tal extremo que incluso los caballos podían cruzar el hielo. Y, oteando todo el paisaje desde un promontorio que domina la orilla oriental del río, se alza el siniestro Castillo de Praga, cuya sombra omnipresente se extiende por toda la ciudad.
Así pues, nací en esta austera ciudad a mediados del siglo XII del calendario cristiano, tal vez en el año 1.134, aunque no podría asegurarlo con total certeza. Fui el tercer hijo de una familia acomodada que vivía en la calle de los plateros. Mi padre, Iacobus Helsnitch, fue un diestro artesano, de mente aguda y pulso preciso, al mismo tiempo que un amante esposo y un padre terrible. Procedente de la ciudad de Ratisbona, en el Alto Palatinado germano, había enviudado en el pasado y huido a Praga para rehacer su vida lejos de los recuerdos de su doloroso pasado. Gertrude Helsnitch, mi querida madre, era doce años más joven que él. Severa pero justa, discreta e incansable, puso el mismo celo en el cuidado de su familia como en revisar en secreto las ventas y los gastos del taller de mi padre. Mi abuelo materno, un astuto sajón tratante de lana, le había inculcado el amor por los números y las cuentas, amor que supo transmitirme desde mis primeros años bajo su cuidado.
Yo era un niño harto retraído y extremadamente tímido, ausente. Ello me fue separando de mi padre, al tiempo que incrementaba las atenciones que me prodigaba mi madre, lo que provocó a su vez los celos de mis hermanos mayores, Hans y Susanne, que me sometieron a numerosos abusos y burlas. Dado que pronto descubrí que no disponía de la pericia o del empeño de Hans para trabajar la plata en el taller familiar, me esforcé por ayudar a mi madre en las tareas hogareñas siempre que podía, causando más problemas que sirviendo de alguna ayuda. Cuando tuve cinco o seis años, mis padres comenzaron a preocuparse al verme jugar solo en el pequeño huerto que teníamos detrás de nuestra casa, hablando a personas que nadie más veía excepto yo. Mis hermanos creyeron que estaba loco, mi padre temía que pudiese estar poseído por un espíritu maligno y madre quedó desconsolada. Yo no podía explicarles que era normal, que no debían preocuparse por mí.
Fueron días muy difíciles para mis padres. Los oía discutir todas las tardes. Mi padre empezó a quedarse a dormir en el taller y yo podía escuchar los lamentos y lloros de mi madre durante toda la noche hasta que se quedaba dormida de puro cansancio. Pese a mi tierna edad, percibía su dolor y trataba de consolarla con besos y abrazos, pero sólo era un niño pequeño y no podía hacer nada más.
El Destino intervino una noche de verano. Mi padre me despertó de mis sueños junto a mis hermanos para llevarme a su taller. Allí, esperaba un hombre, un varón de alta alcurnia por sus elegantes ropajes, que quería conocerme. Así fue como conocí al que sería mi mentor y maestro, mi amo y señor, la criatura que condenaría mi alma para toda la eternidad. Sé bien que has escuchado muchos rumores de mi infame creador, e incluso que lo has visto en persona durante alguna embajada diplomática, así que ahorraré detalles al describirlo. Baste decir que para un infante como yo, su figura nocturna era aterradora. Su altura y corpulencia dominaban el taller. Una gran calvicie y una barba perfilada al filo de la mandíbula enmarcaban los lindes de su duro rostro. Pero lo más aterrador de su persona eran sus ojos, unas frías dagas listas para zaherir en cualquier momento. Fueron esos rasgos los que me subyugaron en ese primer momento. Su mera presencia asfixiaba detalles vanos como la ostentación de sus elegantes ropajes o sus anillos de oro y plata coronados por piedras preciosas.
Él me miró con hosca frialdad y ofreció unas pocas monedas de plata. Mi señor padre no regateó en ese ejercicio ni se despidió de mí cuando el extraño me sacó violentamente a la empedrada calle, donde nos esperaba un siniestro carruaje. Quise gritar pidiendo ayuda, suplicar a mis vecinos, despedirme de mi madre, pero estaba demasiado asustado para pronunciar cualquier otra cosa que un breve sonido quedo. Su mano, férreamente clavada en mi hombro, me subió sin dificultad al interior del vehículo, cuyos bancos de madera pulida me ofrecieron una dolorosa bienvenida. Mi nuevo amo se sentó frente a mí, silencioso, mientras el criado cerraba nuestra puerta. Así comenzó mi viaje a las tinieblas de la noche.
Los siguientes años fueron los más duros de toda mi existencia. Me había convertido forzosamente en aprendiz de Jervais, el Cosechador de Vis de la capilla central de Ceoris. Mi maestro era un poderoso magus de la Casa Tremere, la más grande y poderosa de las casas herméticas y mis obligaciones fueron muchas y muy penosas. Debía asegurarme de mantener ordenado el sanctasantorum de mi amo, su laboratorio mágico, así como su biblioteca personal y sus dependencias más privadas. Debía preparar los ingredientes mágicos de sus rituales con extremo cuidado, así como a las víctimas, humanas y no humanas, que tuvieron la desgracia de caer en nuestras manos. Por supuesto, recibí dolorosos castigos por mis errores. Mi amo no era un maestro bondadoso y muchos fueron los aprendices que murieron a su servicio. Pese a todo, me enorgullece decir que sobreviví bajo su tutela y mi aprendizaje en las artes de la magia fue rápido y satisfactorio. Los escritos de los sabios antiguos no pudieron resistirse a mi incansable curiosidad. La alquimia fue desvelando lentamente sus secretos, revelándome sus claves y enigmas ocultos. Los misterios de la vis, la energía primordial que satura cualquier acto mágico, cobraron fuerza en mi interior y demostré rápidamente un gran potencial en el control de la Rego Tempestas, la taumaturgia mágica que somete el clima a la voluntad del magus. Sin embargo, mis avances en la Rego Vitae, la magia de la sangre y una de las artes arcanas más importantes para el ingreso en los escalones superiores de la Pirámide de la Casa Tremere, fueron más pausados, para disgusto de mi señor.
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