A la noche siguiente, nos encontramos en las puertas de Pest a la hora acordada. La noche encapotada ocultaba la luz de la luna y de las estrellas del firmamento, anunciando la venida de una fuerte tormenta. El hermano William se había encargado de reunir los suministros ofrecidos por nuestros patronos: tres carromatos cubiertos, cuatro mercenarios ghoul adictos a la sangre Cainita y un pequeño tesoro, suficiente para comprar los materiales y la mano de obra necesaria para la construcción de la fortaleza. Preparados de este modo, emprendimos nuestro viaje a las malditas tierras transilvanas.
Durante la primera etapa de nuestro viaje, seguimos el cauce del río Danubio, del mismo modo que los marineros siguen a las estrellas en sus fatigosas travesías. Mis artes arcanas nos concedieron el favor del tiempo, evitando los nubarrones que amenazaban a Praga y a los pueblos de los alrededores. El hermano William y yo aprovechamos cada parada durante nuestro viaje para alimentarnos con moderación, bien de nuestros criados bien de los campesinos que encontrábamos en las aldeas. Tras aproximadamente un mes, llegamos a las Puertas de Hierro, el paso que nos introduciría en la región montañosa oriental del reino de Hungría. El carro que me transportaba parecía brincar como un potro salvaje a causa de los hoyos o de las piedras del camino, los caballos estaban constantemente nerviosos y las mismas montañas se alzaban orgullosas hacia el cielo, desafiantes, a la vez que nos mostraban sus rostros heridos por el tiempo.
Los caminos eran estrechísimos, de tal suerte que nuestros carromatos a duras penas podían transitar por ellos. Los habitantes de las aldeas a nuestro paso observaban suspicaces nuestra pequeña comitiva y no pude evitar fijarme en las ristras de ajos que colgaban en las puertas de sus humildes casuchas. Mis únicos consuelos en este penoso viaje fueron que no hubo incidentes graves durante esa parte del camino y el tiempo que pasaba en compañía de Sherazhina. Solía conversar más con ella que con mis propios sirvientes, hablando de temas tan diversos como los debates entre los emperadores germanos y los papas por la autoridad temporal sobre los reinos cristianos, la fallida revolución iconoclasta en la iglesia ortodoxa bizantina, las obras de Platón y Aristóteles, las fábulas eslavas, el amor cortés y muchas cosas más. Ambos parecíamos disfrutar cada vez más de nuestra mutua compañía. Ella incluso dio muestras de conocer la naturaleza de mi maldición, pero nunca pude afrontar esa cuestión abiertamente en nuestras conversaciones privadas. Por mi parte, me daba cuenta de que mi pasión por ella se estaba convirtiendo en un fuego voraz cuyas llamas podrían ponerla en peligro. Incluso en varias ocasiones me descubrí ardiendo en deseos de hundir mis colmillos en la calidez de su cuello y sentir el dulce sabor de su vida inundando mis labios mientras que su corazón palpitante bailaba al son de mis deseos; mas me contuve haciendo uso de todas las fuerzas de mi voluntad y nunca la toqué. Por primera vez en mucho tiempo, sentía una emoción pura y sincera y no quería mancillarla con los instintos bestiales del monstruo que se escondía en mi interior.
Fueron esos impulsos los que reafirmaron mi decisión de apartarla de mí antes de que la tragedia se presentase sin invitación. Si no podía contenerme en su presencia, ella correría constantemente un peligro mortal. Aproveché una breve parada que hicimos en la ciudad de Giurgiu. Ordené a Derlush que comprase el mejor caballo que encontrase y víveres para un viaje de varios días, mientras que Lushkar tuvo que alquilar los servicios de unos soldados mercenarios serbios de paso para que escoltasen a una joven dama de vuelta a su feudo familiar. Los preparativos fueron breves y satisfactoriamente rápidos. Como esperaba, Sherazhina no estuvo de acuerdo. Aquella fue una despedida amarga, cargada de reproches. Sin embargo, tuvo que claudicar, aunque fuese a regañadientes. Aceptó mis regalos de despedida y emprendió el viaje de regreso que la devolvería con su hermano pequeño, Dragomir, y su abuelo, el señor valaco Vintila Basarab. En aquel momento, no tenía forma de saber que Vintila era de hecho un poderoso vampyr del clan Tzimisce, los peores enemigos de la Casa Tremere. Y sin embargo, aún hoy me pregunto si de haber tenido ese conocimiento, hubiese actuado de un modo distinto. ¿Intentaría quedarme a su lado al amparo de la peregrina excusa de protegerla de su familia o la seguiría apartando egoístamente para evitar que fuese yo quien la hiciese daño?
En cualquier caso, nunca olvidaré la mirada agradecida y triste de Sherazhina en el momento de su partida. Esos ojos me devoraron por dentro. ¿Era posible el amor entre un Cainita y una mortal? ¿Podía un Cainita, un monstruo bebedor de sangre, conservar siquiera la capacidad de amar? ¿Cómo explicar si no el interés que ella había despertado en mí y la angustia que sentía ante la posibilidad de no volver a verla?
Aquella fue una despedida amarga pero necesaria. Curiosamente, en aquel momento me sentí más humano de lo que había sido nunca desde mi iniciación como magus de la Casa Tremere.
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