Seguimos los caminos hacia el este, hasta casi llegar a la cuna de nacimiento del río Muresul, donde prosiguiendo con mis anteriores embustes, exploré aquellas tierras salvajes buscando manantiales de poder, que mis compañeros de las órdenes herméticas denominan "concentraciones de vis". No hallé ninguna por esos parajes, pero advertí la presencia de una energía extraña e inquietante. Después de perder numerosas noches en esos esfuerzos, atravesamos las montañas, deteniéndonos en todas las cuevas, bosques y saltos de agua peculiares para continuar con mi falsa investigación. En todos esos lugares volví a notar la presencia de esa energía anómala. Empezaba a sentir cada vez más curiosidad e inquietud por aquel fenómeno. Sin embargo, la tardanza en nuestro viaje me exasperaba, aunque me negaba a provocar las sospechas de Yulásh, que seguramente tendría órdenes de su amo de espiar todos mis actos.
Por fin, alcanzamos un tramo del camino que nos conduciría inevitablemente al Paso de Tihuta. Nuestros exploradores hallaron allí una aldea abandonada en extrañas circunstancias. El Tzimisce y yo, que habíamos decidido adelantarnos para investigarla, observamos que los únicos edificios en pie eran cuatro casuchas y un granero desvencijado. El aroma de la putrefacción flotaba pesadamente en el aire. Seguido de Lushkar, me decidí a entrar en una de las casuchas. En ella, había dos cadáveres: a simple vista, parecía que se habían arañado a sí mismos diversas partes de sus cuerpos hasta llevarse la piel. No pude asegurar la causa de su muerte. En ese momento eché en falta los grandes conocimientos médicos del hermano William. Yulásh también entró en la casucha para no perderme de vista. Intentando que su presencia no interrumpiese mi concentración, saqué mi daga de su funda y la hundí en el pecho de uno de los muertos con poco esfuerzo, intentando atravesar su pútrido corazón y alcanzar algún resto de su sangre. Mis esfuerzos se vieron coronados por el éxito cuando al extraer la daga comprobé que en su punta colgaban unas gotas rojas que deposité en un cuenco de arcilla. Luego, pasé mi lengua saboreando aquella sangre corrupta al tiempo que usaba mis conocimientos de la taumaturgia de la Rego Vitae, la senda de la sangre. Así supe que el fallecido disponía de toda su sangre en su cuerpo cuando encontró la muerte y que había algo extraño concentrado en algunas partes de su cuerpo a través de sus humores sanguíneos.
Yulásh me miró con gran suspicacia, atando todos los cabos. Supo sin ningún género de duda que era un Tremere, uno de los odiados enemigos de su clan, pero no trató de atacarme en ese momento. Percibí que su humor estaba empeorando, pero al menos me escuchó cuando le expliqué que los habitantes de esa aldea habían muerto víctimas de un contagio. De mala gana, dio órdenes a sus soldados para que quemasen los edificios sin acercase a los cadáveres. De vuelta a mi carromato, di instrucciones precisas a Lushkar y Derlush para vigilasen los hombres del Tzimisce, ya que podrían atacarnos en cualquier momento. Si Yulásh era más listo de lo que parecía, ordenaría a sus lacayos que nos atacasen durante el día, exponiéndome a la amenaza del sol. En cualquier caso, poco más podía hacer que trazar planes y esperar al curso de los acontecimientos. Nuestro grupo continuó su lenta marcha dejando atrás las llamas y los muertos.
A la noche siguiente, noté un dolor agudo y un extraño calor en mi garganta, que luego se extendió al hombro y al brazo izquierdo. Me di cuenta aterrado de que las gotas de sangre contaminada me habían transmitido de algún modo la peste que había matado a esos desdichados. Ninguna enfermedad natural podía debilitar o dañar a un Cainita, pero esta no parecía ser una peste común. Por tanto, tomé la precaución de no alimentarme de mis criados durante las noches venideras para no contagiarlos a ellos también. Esperaba que mi sangre maldita se impusiera a la enfermedad antes de que mi ayuno forzoso inquietase a mi Bestia Interior y que esta tratase de obtener sustento por sus propios medios. Afortunadamente, no tuve que esperar mucho tiempo. Al cabo de tres noches, el calor y el dolor cesaron tan rápido como habían aparecido. Yulásh no echó en falta mi ausencia durante esas noches imaginando, supongo, que debía estar oculto en el carromato para no provocar su ira con mi presencia.
Finalmente, después de tantos peligros y dificultades, llegamos al Paso de Tihuta. Estaba contento por haber alcanzado por fin la meta de nuestro viaje, pero también estaba muy preocupado pensando en cómo podría deshacerme de Yulásh y sus guardias para reconstruir la fortaleza, que era el verdadero motivo de mi azaroso periplo. Mas estas cavilaciones desaparecieron de mi mente cuando el Tzimisce vino a mí preocupado para contarme que sus exploradores le habían informado que alguien habitaba allí abajo. Yulásh estaba enfadado por la posibilidad de que algún Cainita estuviese habitando en las tierras de su señor, el Príncipe Radu, sin su obligado permiso. Decidí acompañarle para obtener algunas respuestas antes de que su ira lo destruyese todo... o nos pusiera en peligro a los dos. Tomé otra decisión arriesgada. Derlush se quedaría protegiendo el carromato y nuestro tesoro para costear la construcción de la fortaleza y Lushkar me acompañaría abajo. Luego descendimos por un pequeño camino hasta las ruinas de la antigua fortaleza que había protegido el paso en épocas mejores.
A unos doscientos metros de dichas ruinas, alguien había trabajado muy duro para hacer una gran excavación. Cuando nos acercamos, del pozo surgió un Cainita de aspecto fiero. Tenía una larga melena, sucia y enmarañada. Su aspecto era joven y bello. Llevaba puestas varias piezas de armadura y prendas usadas e iba armado con una espada oxidada y manchada con sangre seca. El Cainita, a todas luces un extranjero, nos habló en latín de sus visiones místicas y de ángeles que le encomendaba realizar una gran empresa. Interesado por sus palabras, me mostré agradable hacia el extraño; además, sentía una gran curiosidad por saber qué estaba buscando. Yulásh, con el rostro arrugado por el enfado, no perdió el tiempo en proferir palabras educadas, sino que descendió con sus hombres al interior del pozo. Allí, había una enorme y redonda losa de piedra, recién desenterrada. Entre todos, logramos moverla lo suficiente para poder introducirnos uno a uno al otro lado.
La cámara a la que daba acceso contenía tres ánforas antiguas y un montón de pergaminos apilados y revueltos. El extraño, que decía llamarse Anatole, rompió las ánforas desvelando trece tablillas escritas en un idioma perdido junto con una inscripción en latín. Anatole pareció extasiado al tocar con la punta de sus dedos cada una de las tablillas. Entretanto, Yulásh cogió uno de los pergaminos, que se deshizo rápidamente en sus manos, a la vez que yo gritaba y lo insultaba indignado por la pérdida de tan preciado conocimiento. Ese fue un gran error por mi parte. El Tzimisce me miró con cara iracunda y salió al exterior. Anatole y yo lo imitamos al cabo de unos minutos, sacando con nosotros las tablillas. Yulásh debió de haber dicho algo a sus hombres, puesto que nos rodearon de inmediato con las espadas desenvainadas mientras dos de ellos tenían inmovilizado en el suelo al pobre Lushkar, que se debatía inútilmente bajo su peso.
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