En ese momento una mujer salida de las sombras del barranco se aproximó a nosotros. Se movía silenciosamente con la elegancia y eficacia propia de la Estirpe de Caín. Sus bellas facciones, coronadas por su larga y sedosa melena morena, denotaban un claro origen aristocrático, y la oscuridad y las tinieblas parecían seguirla allá a donde fuese. El Tzimisce y sus hombres estaban atónitos. Incluso yo estaba muy sorprendido por su repentina aparición. La mujer pasó entre ellos sin encontrar ninguna oposición y se sentó en el suelo al lado de Anatole, para transcribir a un pergamino, que llevaba oculto en la manga de su hermoso vestido, los conocimientos de las tablillas. Los guardias presintieron el peligro que emanaba de la Cainita y miraron inseguros a su amo, mas el sorprendido Yulásh no supo qué ordenales. Cuando la bella Cainita acabó de escribir, se levantó, se presentó como Lucita hablando en el cuidadoso latín preservado por los hombres y mujeres de la Iglesia Romana y me dio las gracias por permitir que se compartiera el conocimiento de las tablillas. Mi propia sorpresa por su audacia impidió que pudiese ser tan elocuente como hubiese deseado en mi respuesta. Ella, divertida, me devolvió las tablillas mientras se guardaba en su vestido el pergamino que acaba de transcribir.
En ese momento, Yulásh encontró el coraje para reaccionar, ordenándonos que nos detuviésemos y proclamándose señor de estas tierras en nombre del Príncipe Radu. Sus guardias se dispusieron a atacar a mis inesperados aliados cuando una oscuridad líquida inundó el lugar en el que nos encontrábamos. Ignoro cuánto tiempo me hallé en aquellas tinieblas antinaturales, que me impedían ver u oír nada, pero cuando desaparecieron, sólo quedaban con vida Lushkar, el Tzimisce y cuatro de sus guardias. Lucita y Anatole habían aprovechado aquel mar de sombras para diezmar al séquito del Tzimisce y escapar poco después. Yulásh estaba furioso hasta el extremo y salió corriendo con sus hombres tras su rastro. Por mi parte, tuve un destello de lucidez, le ordené a Lushkar que me trajese tinta y pergaminos y me oculté en la cámara del fondo del pozo en la que habíamos hallado las tablillas. Mi pulso se mantuvo firme y sereno al copiar aquellas antiguas palabras tan rápido como pude. Después, tuve la sabiduría de ocultar los pergaminos entre mis ropajes. Pero cuando me volvía hacia la entrada,Yulásh apareció en ese mismo momento. Estaba aún más furioso si cabe y tenía los puños tan prietos que sus nudillos se volvieron blancos como la nieve. Sin dejar de mirarme ni decir nada en absoluto, pisoteó los pergaminos de las paredes hasta destrozarlos.
Al principio, me quedé inmóvil y era incapaz de creer lo que veían mis ojos. Después, poco a poco, mi boca comenzó a abrirse lentamente para protestar por aquella ruin acción. No llegué a articular ninguna palabra. Mi estómago ardió. Noté cómo se encendía de ira cada parte de mi cuerpo y mi visión se volvió roja como la sangre. La Bestia Interior me poseyó por completo. Lo último que recuerdo de Yulásh es que él también venía a mi encuentro con la misma mirada poseída y rabiosa que yo mismo debía tener. No sé cuánto tiempo pasó. Intentaba volver a recuperar el control de mis actos una y otra vez sin resultado. Cuando por fin volví en mí, tenía mi cuerpo había sufrido heridas horribles. La cámara estaba completamente destrozada a causa de una gran pelea. A mi lado se hallaban las piezas de armadura del Tzimisce, cubiertas de polvo y ceniza, envolviendo unos huesos ennegrecidos y quebradizos. Por mi parte, yo me sentía rebosante de vitae, al mismo tiempo que una sensación desconocida me llenaba de fuerza y vigor. Mi alma estaba agitada más allá de cualquier placer o emoción, zarandeada por una tempestad hasta ahora ignota para mí. Y entonces comprendí lo que había pasado y lloré desconsoladamente. Lloré porque noté que una parte de mí había muerto para siempre en aquel antiguo lugar. Lloré porque a pesar de que defendía mi existencia en un conflicto que Yulásh usó como excusa para intentar matarme allí mismo, me sentía como un vil asesino. Lloré porque había cometido Amaranto, el canibalismo de los descendientes de Caín.
Poco después, Lushkar reunió el suficiente valor para entrar aterrorizado y comprobar si aún seguía existiendo. Me contó que desde el exterior habían escuchado gruñidos parecidos a los de los animales y, al final, un escalofriante alarido. Todos los criados y siervos tenían miedo. Aceptando la responsabilidad de mis actos, aunque aún tembloroso, me levanté y salí de aquella cámara para no volver nunca más. Hice lo apropiado. Tranquilicé a todos los allí reunidos con mentiras piadosas y claros embustes. Luego, en la soledad de mi carromato, escribí una carta la Príncipe Radu informándole con toda honestidad de las circunstancias de la muerte de su chiquillo e hice que los guardias restantes de Yulásh se la llevasen a Bistriz. Más, tarde di instrucciones a Lushkar para que contratase a campesinos de los pueblos cercanos como mano de obra para reconstruir la fortaleza. Según mis cálculos, las primeras defensas podrían estar terminadas antes de que el Tzimisce pudiese enviar a sus lacayos a por mi cabeza.
Mientras mis criados organizaban los trabajos, intenté apartar mi mente de los miedos y preocupaciones, concentrándome en descifrar el contenido de las tablillas. La transcripción latina de algunos fragmentos del texto me ayudaron a reconstruirlo por completo, dando vida a aquellas palabras muertas. Sin duda, su autor debió ser un Cainita, uno muy anciano incluso para nuestras leyendas. ¿Un Matusalén, tal vez? Sus palabras perturbaron aún más mi alma aquellas noches:
"Así, dejo escritas las verdaderas visiones que puedo recordar y me ciño a la Senda que he escogido. Solo yo de entre todos conoceré la verdad, y esto será mi escudo y mi lanza. Exaltado seré en el tiempo de los Días Finales. Incluso el Padre se inclinará ante mi poder.
Que los inferiores guerreen unos contra otros, escuchando las profecías que ya he visto. ¡Necios todos! Gracias a mi ardid, no conocerán los verdaderos signos, sino meras sombras de lo que será.
Que tiemble el mundo cuando llegue mi poder y majestad, pues gobernaré sobre nuestro Padre, sobre la Madre que auxilió a nuestro Padre, sobre el reino de Seth y, sí, sobre el mismo Dios. Que comience el reinado de la sangre."
Mientras mis criados organizaban los trabajos, intenté apartar mi mente de los miedos y preocupaciones, concentrándome en descifrar el contenido de las tablillas. La transcripción latina de algunos fragmentos del texto me ayudaron a reconstruirlo por completo, dando vida a aquellas palabras muertas. Sin duda, su autor debió ser un Cainita, uno muy anciano incluso para nuestras leyendas. ¿Un Matusalén, tal vez? Sus palabras perturbaron aún más mi alma aquellas noches:
"Así, dejo escritas las verdaderas visiones que puedo recordar y me ciño a la Senda que he escogido. Solo yo de entre todos conoceré la verdad, y esto será mi escudo y mi lanza. Exaltado seré en el tiempo de los Días Finales. Incluso el Padre se inclinará ante mi poder.
Que los inferiores guerreen unos contra otros, escuchando las profecías que ya he visto. ¡Necios todos! Gracias a mi ardid, no conocerán los verdaderos signos, sino meras sombras de lo que será.
Que tiemble el mundo cuando llegue mi poder y majestad, pues gobernaré sobre nuestro Padre, sobre la Madre que auxilió a nuestro Padre, sobre el reino de Seth y, sí, sobre el mismo Dios. Que comience el reinado de la sangre."
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