A la noche siguiente me desperté de nuevo empapado en sangre, pero con buena salud y libre de cualquier atadura. El cansancio no pudo mitigar mi ira. ¿A qué estaba jugando el regens Ardan? Se suponía que este refugio debía ser seguro y, sin embargo, habían intentado atentar contra mi no vida hacía escasas horas. ¿Era tan solo un negligente o había intentado atentar deliberadamente contra mí? Cualquiera de las dos posibilidades me llenaba de furia. El tiempo de las cortesías se había terminado, decidí en silencio. Iba a interrogar a Johannes y obligarle a que me revelase el paradero de Ardan. Salí del pequeño cubículo y dejé atrás la bodega mientras subía las escaleras que conducían a las cocinas. Al abrir la trampilla, descubrí a cuatro hombres armados y con armaduras de cuero tachonadas con piezas de metal que se sobresaltaron al verme irrumpir allí de pronto. El que parecía estar al mando hizo el esfuerzo de parecer sereno y me pidió cortésmente que les acompañase ante su señor. Les respondí que así lo haría siempre y cuando me permitiesen asearme y limpiar la sangre que me cubría. Él aceptó satisfecho y sus hombres respiraron aliviados.
Mientras me aseaba, repasé mentalmente todas las posibilidades. Quizás Johannes había informado a Ardan de lo ocurrido y éste había enviado a sus criados para que me guiasen a la capilla, concediéndome la protección que me había faltado la noche anterior. No obstante, semejante posibilidad me pareció muy remota en ese momento. Otra posibilidad, más peligrosa si cabe, era que el Príncipe de Praga hubiese enviado a sus sabuesos para atrapar al irresponsable Cainita que había causado el destrozo público de la picota durante la noche anterior. Varios mortales habían sido testigos de mi huida y no tenía la menor duda de que las preguntas adecuadas hubieran conducido fácilmente a la posada del arce rojo. Si ese era el caso, corría un gran peligro, pues la ciudad estaba gobernada por los Tzimisce. Sin embargo, estos hombres no habían tratado de apresarme durante el día, ni de registrar concienzudamente la posada, lo que abría expectativas más halagüeñas para mí. Después de todo, tal vez pudiese negociar con el Cainita que fuese su amo, fuera quien fuese.
Permití que aquellos mortales me escoltasen por las vacías calles de Praga. Supuse que la noticia de lo ocurrido la noche anterior había conmocionado a sus vecinos y todos ellos, excepto los más aguerridos, evitarían aventurarse en la noche durante los próximos días. Para mi sorpresa, mis acompañantes me guiaron hasta el otro extremo de la ciudad, ascendiendo por una colina cubierta por una pequeña arboleda que ocultaba los muros del monasterio de Petrin. Un monje vestido con un manto grisáceo nos abrió la puertas y mis escoltas me condujeron a través de los corredores del edificio hasta una pequeña capilla. Allí me esperaba pacientemente su señor, un joven de unos veinte o veintidós años, estatura media, ojos oscuros, pelo negro y vestido con hábitos monacales. Pero lo que más destacaba de aquel joven era su piel, cuya mortecina palidez era casi translúcida. Yo había visto una palidez menos intensa pero igual de mortecina en el hermano William, por lo que no me fue difícil deducir que el señor del monasterio también pertenecía al clan Capadocio.
El Cainita se presentó a sí mismo como Garinol, el abad del monasterio de Petrin, y me dio la bienvenida a su comunidad. Habló conmigo largo y tendido de manera muy civilizada, haciendo numerosas preguntas para sondearme al mismo tiempo que intentaba confirmar o desmentir rumores sobre la Casa Tremere. Avancé con cautela ante sus preguntas mientras esperaba para averiguar si me hallaba ante un posible aliado o un enemigo. Había hechos conocidos o notorios de los que pude hablar con más libertad que otros, así que le confirmé que el clan Tremere estaba en guerra contra los Tzimisce y que, para defendernos de nuestros fieros adversarios, nos vimos obligados a crear sirvientes monstruosos con la carne y la sangre de otros Cainitas. El abad Garinol dirigió entonces su curiosidad hacia las actividades de mi clan en Praga. Pude responderle con honestidad que desconocía las actividades de mis hermanos en la ciudad, aunque se me había ordenado reunirme con ellos.
Hasta ese momento, el Capadocio había dirigido con maestría el rumbo de la conversación. Era un individuo agudo, educado y brillante. No obstante, su físico juvenil no pudo engañarme. Su mirada no podía ocultar el peso de la vejez en aquel Cainita. Así pues, debía ganarme su beneplácito para conservar mi no vida, aunque debía hacerlo sin que eso pusiese en peligro los intereses de la Casa Tremere en la ciudad. Era un juego de delicados equilibrios que tendría que reconducir a una dirección más propicia.
Decidí desviar el objeto de nuestra conversación por nuevos derroteros. Le expliqué que había sido atacado violentamente por un Nosferatu que casi había acabado conmigo. El abad Garinol me confesó entonces que estaba aliado con el Nosferatu, cuyo nombre era Josef. Eso me ponía en graves aprietos. Sin embargo, el Capadocio me tranquilizó diciendo que, aunque había escuchado la historia de Josef sobre los hechos ocurridos, él esperaba oír mi propia versión antes de tomar una decisión. Aproveché esa oportunidad lo mejor que pude, haciendo especial énfasis en el ataque a traición y sin cuartel en la posada del arce rojo. Garinol escuchó mi relato con atención y me confesó que Josef le dijo que había sido yo el que lo había acorralado, obligándolo a defender su no vida.
Había sembrado la duda en el Capadocio y decidí aprovechar la oportunidad para averiguar cómo me habían encontrado sus hombres. El abad me confesó que habían descubierto mi próxima llegada a Praga a través de mis criados. Ellos habían llegado con un par de días de antelación y habían formulado preguntas indiscretas a las personas que no debían. Garinol captó mi preocupación por ellos con suma facilidad y me tranquilizó asegurándome que los tres, mis dos ghouls y la niña, se hallaban bajo la protección del monasterio. Me ofreció asimismo la oportunidad de verlos si así lo deseaba. Por supuesto, acepté su amistosa oferta. Un monje me acompañó a las celdas, mientras el Capadocio esperaba mi regreso en aquella capilla.
Ante mí se abría la oportunidad de liberar por la fuerza a mis criados y salir del monasterio. El Capadocio y el Nosferatu eran aliados, por lo que dudaba que Garinol fuese a confiar plenamente en las palabras de un extraño procedente de un linaje famoso por su secretismo y traiciones. Sin embargo, si huía, ¿qué haría después? No, debía averiguar cuanto pudiese y tratar de atraer al Capadocio a la influencia de la Casa Tremere por todos los medios. Estaba claro que él quería involucrarme en sus juegos, lo que me ofrecía al menos una oportunidad para lograr aquel objetivo. En cualquier caso, memoricé el camino que seguimos.
Lushkar y Sana estaban encerrados en una de las celdas. Ambos habían recibido un buen trato, así que sólo tuve que tranquilizar los miedos de Lushkar y asegurarle que pronto los sacaría de aquella celda. Por otro lado, Derlush se había resistido a sus captores, por lo que lo habían encadenado en un sótano. Su rostro mostraba varios moratones y marcas de golpes, pero se hallaba en buen estado de salud. Le ordené que no diese más problemas y que guardase todas sus fuerzas hasta que requiriese sus servicios. Aceptó mis palabras de inmediato, apaciguado al saber que había dado con su paradero.
Mientras el monje me acompañó de vuelta a la capilla donde me esperaba el abad Garinol, me di cuenta de que el Capadocio era un jugador muy astuto. Al permitirme ver a mis criados, me recordaba que no sólo estaba en juego mi propia existencia, sino también sus vidas. Definitivamente, debía actuar con extrema cautela en su presencia.
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