Sólo pasaron unos segundos cuando escuché un fuerte alarido inhumano y un ruido en el tonel que conducía a mi nueva morada. ¿Quién había intentado entrar? La protección taumatúrgica sólo era efectiva contra Cainitas y había excluido expresamente de sus efectos al regens Ardan. Por consiguiente, supuse que sólo podía tratarse de uno de nuestros numerosos enemigos. Perdí unos escasos pero valiosos minutos deshaciendo el ritual y luego accedí a la bodega. ¡Estaba vacía! Subí apresuradamente por las escaleras. Con las prisas alguien había dejado la trampilla abierta. Al otro lado, las cocinas también estaban vacías. No había ninguna luz o ruido que delatase la presencia del intruso. Entré en el salón de la entrada. La puerta de la calle estaba cerrada. El Cainita sólo había podido subir por las escaleras a la planta superior. Subí siguiéndole tan rápido como pude. En la planta de arriba se hallaban los aposentos comunales y privados de la posada. Todas las puertas estaban cerradas. No había rastro alguno del intruso. Traté de calmarme y concentré mis sentidos para escuchar los sonidos tras las puertas. Mi instinto me alertó casi a tiempo y traté de apartarme antes de que me llegase el ataque, pero no fui lo bastante rápido.
El Cainita, que había aparecido de la nada detrás mío, hundió su daga en mi brazo izquierdo con una fuerza sobrehumana. Su arremetida cortó carne y hueso con facilidad, dejándome el brazo temporalmente inútil. Retrocedí unos pasos, pero su sombría figura seguía acosándome de cerca. Era un ser horrible, con la cabeza aplastada en su lado izquierdo, al que también le faltaba parte de la mejilla en el lado derecho. Sus dientes estaban podridos. Su nariz era una masa deforme. Su cuerpo retorcido tenía una malsana tonalidad gris. Vestía una sucia capa con capucha de la se entreveía un mugriento pelo negro. Era un Nosferatu, por supuesto. Ese Clan de Cainitas era famoso por la capacidad de sus miembros para permanecer invisibles a la simple vista y por su fuerza sobrehumana.
Invoqué a la sangre para que curase mis heridas y desenvainé mi propia daga. La criatura no se acobardó y siguió golpeándome una y otra vez, hiriéndome de gravedad. Sus golpes no erraron en el blanco y me mantuvo constantemente a la defensiva mientras yo intentaba apartarme sin éxito del filo de su daga. Desesperado, seguí usando mi sangre para curar mis heridas a medida que aparecía, pero pronto empecé a quedarme sin sangre en mis venas muertas. Los ruidos de la pelea debían haber despertado a todos los mortales de la posada, mas ninguno de ellos se atrevió siquiera a abrir su puerta y ofrecer su ayuda. Uno de los poderosos golpes de mi atacante hizo que atravesase como un ariete una de aquellas puertas. Recuerdo que sus ocupantes gritaron asustados. Recuerdo que el Nosferatu vino a mí para rematar su obra. Recuerdo que escuché el gruñido inhumano de mi Bestia Interior alejando el dolor y prometiendo venganza con tributos de sangre y muerte. Mi furia, el hambre y el miedo le dieron las fuerzas necesarias para superar la barrera de mi férreo autocontrol y poseer mi cuerpo con sus malsanos instintos.
Cuando desaparecieron las nieblas rojas y recuperé la consciencia, me hallaba bajo una picota. Asomaba por una de sus rendijas el muñón seco de una pierna y, tirada en el suelo a varios metros de distancia, se encontraba el desgarrado el resto del miembro de la víctima. El prisionero de la picota había muerto de forma extremadamente dolorosa y, yo, me hallaba pletórico y saciado de sangre. Inconscientemente, había sido yo su cruel verdugo. ¿Por qué? ¿Por qué siempre debía tener mis manos manchadas con la sangre de los inocentes? Había sido culpa del Nosferatu, me dije a mí mismo. Si no hubiese tenido que usar casi toda mi sangre para curar las heridas provocadas por sus ataques, mi Bestia Interior no se habría adueñado de mí y no hubiese sucedido nunca aquel acto macabro. Sí, toda la culpa era suya, no mía. En aquel lugar, juré que me cobraría mi justa venganza en cuanto se presentase la ocasión adecuada. No me percaté de que mi decisión me había vuelto más frío e inhumano, pues tenía preocupaciones más acuciantes en aquel momento.
Por encima de los tejados de los edificios el cielo comenzaba a clarear. Sólo tendría unos escasos minutos para encontrar refugio antes de que la luz del amanecer abrasase mi carne no muerta. Pero antes de huir, tenía que hacer algo con desastre. Los mortales encontrarían el cuerpo de la víctima y buscarían a los culpables para ajusticiarlos. Debía desviar su atención de la existencia de los monstruos bebedores de sangre. Unté mis dedos en las manchas de sangre del suelo y escribí en el metal de la picota las letras LCF acompañadas del número 666. Confiaba en que eso encaminaría a las autoridades mortales a buscar brujas y adoradores de Satanás en lugar de no muertos. En cualquier caso, ya no me quedaba más tiempo. Salí corriendo en dirección a la posada del arce rojo. Por el camino me vieron aterrados dos ganaderos y varias personas que acudían a sus trabajos matutinos. Sin duda, mi propia imagen debió causar gran espanto: extrañas túnicas escarlatas y rostro y manos cubiertas de sangre. Ninguno de ellos osó impedir mi paso.
Al llegar a la puerta de la posada, la golpeé nervioso para que me abriesen. Las nubes habían perdido su oscuridad y pude distinguir con claridad los primeros rayos del sol cubriendo los tejados de las casas. Mi mente también empezaba a sentir los efectos del sopor diurno. Me pegué a la puerta y la golpeé y grité desesperado. El anciano abrió la puerta en el último momento. No tuvo tiempo de apartarse. Lo derribé dolorosamente al suelo de un fuerte empujón para alejarme de la mortífera luz. Johannes cayó violentamente al suelo y se rompió algún hueso. No paraba de chillar de puro dolor. Entré en las cocinas sin hacerle caso y bajé a la bodega. No tenía tiempo para volver a hacer la salvaguardia de Protección contra Cainitas, así que me quedé dormido en el jergón de mi cubículo esperando estar suficientemente protegido de aquel modo.
Ni siquiera mi sopor me proporcionó tranquilidad o consuelo alguno. Al abrir los ojos, descubrí que me hallaba encadenado en una cámara de paredes pétreas, llena grilletes y extraños artefactos. Unas antorchas y braseros iluminaban la estancias, donde reconocí varios instrumentos de tortura. ¿Era una pesadilla o me hallaba preso en el mundo real? En cualquier caso, temblé ante lo que me aguardaba. Dos clérigos entraron en la cámara. Vestían túnicas oscuras. Sus miradas eran duras y estaban cargadas de odio. Un joven les acompañaba cargando con un tablero de madera y el oportuno instrumental de escritura. Me amenazaron para que confesase todos mis crímenes y redimiese mi alma. Hice lo que pude. Confesé mis pecados y todos los crímenes que había cometido hasta la fecha, sin revelar ninguna información sobre la Casa Tremere. Como me esperaba, eso no satisfizo a mi interrogador, que usó un hierro candente para marcar mi piel pecadora. Intenté seguir sus preguntas, pero el clérigo dejó de hacerlas para concentrarse furiosamente en la tortura. Hizo cortes profundos en mis cejas y mejillas. Me amputó una oreja y me arrancó una parte de la nariz. Intenté suplicarle, pedirle perdón, pero no había piedad en su alma. Él y su compañero introdujeron unos hierros en mi boca y cortaron mi lengua mentirosa. A continuación, uno de ellos usó empulgueras para partirme dolorosamente todos los huesos de los dedos de la mano mientras el otro se afanaba por traer uno de los braseros para quemarme los pies. No podía hacer otra cosa que sufrir lo indecible bajo las expertas manos de mis atormentadores. Sólo pude despertarme cuando mi capacidad de sentir dolor se había entumecido a costa de la más terrible de las experiencias.
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