Al despertarme, me reuní de nuevo con Garinol y Ecaterina, mas fuimos interrumpidos por un monje, que vino a avisar a su señor de que durante la tarde se habían encontrado los cadáveres de dos hermanos en la arboleda que cubre la colina. Todos advertimos la sombra de la preocupación en el semblante del abad no muerto, que ordenó al monje que le indicase dónde se hallaban sus cadáveres. El mortal nos guió a través de los corredores del monasterio hasta que llegamos a una pequeña habitación, con una robusta mesa de madera, sobre la que yacían inertes los cuerpos y un brasero en una de las esquinas iluminando débilmente la estancia.
En seguida me di cuenta de que aquellos fallecidos presentaban en sus cuerpos muertos las mismas heridas que las de los hombres que murieron defendiendo la caravana de Erud. Enormes marcas de garras y fauces dejaron rastros horrendos en ellos. No me cabía ninguna duda: los asesinos eran los mismos hombres lobo que habían arrasado Satles y masacrado a Erud y a sus hombres pocos días antes de su llegada a Praga. Me quedé aterrado ante la posibilidad de que hubiesen captado mi olor en Satles, siguiéndolo hasta aquí. Mas descarté esa posibilidad al darme cuenta que cuando atacaron a la caravana, yo me hallaba retrasado y aislado por aquellos caminos en las montañas. No, me dije, no era a mí a quien buscaban esas horribles criaturas. Buscaban otra cosa... o a alguien. La niña. Sana. Eso era. Tenía un raro color cambiante en su aura vital. En Satles no me había dado cuenta de lo que significaba, apartando dicho pensamiento a un lado hasta que tuviese más tiempo para reflexionar sobre ello. Ella debía ser algún tipo de descendiente o familiar sanguíneo de los hombres lobo.
Oculté lo mejor que pude mis deliberaciones interiores. Por suerte, Garinol estaba muy ocupado observando con gran concentración el ojo sin vida de uno de los muertos. Luego se volvió hacia nosotros, aún más extrañado y preocupado si cabe, diciéndonos que lo último que había visto el monje muerto era una inmensa forma peluda y salvaje avalanzándose sobre él. Nunca antes había ocurrido algo así en el monasterio de Petrin, por lo que sospechaba que mi llegada estaba vinculada de algún modo a este reciente ataque. Podía confirmar sus sospechas aclarándole que buscaban a la niña, pero ello sellaría de inmediato su sentencia de muerte, así que aventuré que tal vez los hombres lobo, siendo enemigos como son de todos los Cainitas, se habían visto atraídos de algún modo por nuestra presencia y que probablemente nos acechasen para darnos caza por separado. El temor que levantó aquella posibilidad disipó las dudas de mis acompañantes. Garinol nos facilitó dos caballos para que pudiésemos llegar cuanto antes a la seguridad de la ciudad y, con suerte, alejar a los monstruosos cambiaformas de la colina de Petrin.
Tal y como esperaba, los Lupinos no nos atacaron en aquel momento, por lo que Ecaterina y yo alcanzamos la ciudad sin dificultades. Dejando los caballos en un lugar seguro, nos internamos silenciosamente por las calles de la Praga. Pasado el peligro, ella se ofreció a darme cobijo en su refugio durante las horas del día. Su oferta era muy tentadora. Probablemente, Garinol le hubiese pedido que me vigilase de cerca. Aunque no entraba en mis planes cambiar una celda por otra, sí que podría resultarme beneficioso en el futuro conocer su lugar habitual de descanso, en el caso de que nuestra alianza temporal encontrase un final abrupto o de que necesitase comerciar con esa información con otros Cainitas. Así pues, cruzamos el río Vltava y ella me guió por las calles hasta llegar a las cercanías de la universidad.
Pero cuando llegamos a la plaza, en seguida presentí que algo no iba bien. Noté una presencia cerca, acechándonos. La encontré sobre el tejado de uno de los edificios contiguos. No pude verla con claridad, pero sí intuí la sobrecogedora obra de los Tzimisce en la deformidad de sus músculos y cartílado. La criatura extendió sus alas membranas. Ecaterina también la vio.
-Es Lybusa, -me gritó- ¡Corre!
Seguí su desesperada carrera hacia la arcado del edificio, mientras escuchaba un grito inhumano a mi espalda. La criatura se había dejado caer con cierta gracilidad, planeando sobre nosotros. Sus garras óseas rasgaron mis ropas antes de que me diese tiempo a ocultarme con Ecaterina tras las gruesas columnas de piedra que sustentaban el techo de uno de los pasillos laterales de la universidad.
Mi voz no era más que un murmullo apenas susurrado cuando le pregunté a Ecaterina quién era el ser que nos atacaba. Ella me respondió que Lybusa era una ghoul que había vivido durante más de un milenio al servicio de los señores Tzimisce de Praga. Capté un pánico genuino en su voz mientras me decía que tendríamos que separarnos, puesto que no pensaba guiar a aquel monstruo hasta su refugio diurno. Asentí en silencio, esperando durante una eternidad a que Lybusa se mostrase de nuevo para poder escapar.
Por fin, tras un tiempo que pareció toda una eternidad, sucedió algo. Un broche de oro cayó desde las alturas al patio, rodando durante unos instantes sobre los adoquines hasta permanecer inerte. Mi aguda vista reconoció en los grabados bañados por la luz de la luna los símbolos de la Casa Tremere. Probablemente, el medallón perteneciese a alguno de los Tremere desaparecidos de los que me había hablado en Garinol. Aquello me reveló al fin qué destino les había aguardado. Aún así, necesitaba el colgante como prueba. Salí de mi escondite en las sombras y me abalancé sobre el medallón, siendo consciente de que era una trampa muy obvia, pero no teniendo más elección que caer en ella para obtener aquel preciado premio.
Tan pronto como mi mano alzó el medallón del suelo, una figura envuelta en mortaja se precipitó sobre mí desde uno de los arbotantes de piedra. Su larga melena era blanca como la nieve y su rostro pálido como la luna, con unos enloquecidos ojos oscuros. Su boca se abría y se cerraba mientras de ella emanaban horribles sonidos rasgados semejantes a una risa infernal. Era una criatura de pesadilla, descendiendo sobre mí para traerme la muerte definitiva con sus crueles garras.
Lybusa se estrelló con violencia contra el suelo, a pocos pasos de distancia de donde me hallaba. Me había apartado de su violenta caída por muy poco. Ecaterina aprovechó ese momento para huir mientras yo me alejé corriendo por la dirección contraria. La ghoul Tzimisce no vaciló y me persiguió sin demora, saltando de tejado en tejado. No podía dejar atrás su siniestra sombra, mas tuve la buena fortuna de seguir el camino correcto hasta llegar a las orillas del río. Quebré la superficie de hielo con mi daga en el mismo momento en que ella llegó a mí. No obstante, me sumergí en las frías aguas del río antes que sus garras pudiesen hacer algo más que rasgar mis ropajes. Por ahora estaba a salvo.
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