Al volver a la capilla, Garinol parecía aguardar mi regreso con expectación. Me explicó que el Señor no nos había condenado, sino muy al contrario, nos había bendecido alzándonos por encima de la humanidad para cumplir Su obra. De hecho, los dones antinaturales de la sangre, eran dones divinos que ensalzaban Su gloria. Por sus palabras y la vehemencia que mostró, era evidente que el Capadocio era un devoto seguidor del camino espiritual conocido como Via Caelis. No obstante, continuó contándome que la brusca aparición de la Casa Tremere había desconcertado a los que compartían sus creencias debido a los rumores que corrían sobre la aparición de un nuevo don del Señor; obviamente, se refería a la magia de la sangre que los Tremere denominamos Taumaturgia.
El Capadocio hizo entonces su oferta. Si pudiese comprobar la veracidad de dichos rumores, ambos podríamos beneficiarnos mutuamente. Por mi parte, aunque me esperaba una proposición parecida, no dejó de sorprenderme. La magia de la sangre era nuestra única ventaja en el entramado de conspiraciones y pugnas de los descendientes de Caín. Si compartíamos descuidadamente nuestros secretos, no sobreviviríamos ni siquiera una década ante nuestros numerosos enemigos. Además, únicamente el Consejo de los Siete, el órgano supremo de gobierno de nuestra Casa, podía aprobar una iniciativa semejante.
Garinol percibió de inmediato mis reservas, por lo que intentó seguir negociando a través de otros cauces. Me confió que en los últimos meses habían desaparecido varios Tremere en Praga y aventuró la posibilidad de que mis superiores me hubiesen enviado a esta ciudad para hallar la muerte definitiva. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. La idea no era tan descabellada. El Consejero Etrius tal vez querría deshacerse de mí por pertenecer al linaje de su eterno rival Goratrix, mientras que mi sire Jervais bien podría haber buscado mi abrupto final tras el inesperado éxito que había cosechado en el Paso de Tihuta. Ello podría explicar las escuetas instrucciones que se me entregaron y que Ardan no me hubiese brindado la protección de su capilla. Más tarde tendría que estudiar todas las implicaciones de ese espinoso asunto.
Sirviéndose de mis dudas, el Capadocio me informó de que mis actos de la noche pasada forzarían al Príncipe de Praga a buscarme por todos los medios y entregarme sin piedad a sus amos Tzimisce. Por tanto, lo más sensato sería que perteneciese tras la seguridad de los muros del monasterio durante cierto tiempo, aseveró. Notaba cómo intentaba cerrar la trampa a mi alrededor, pero no sería yo el que cayese en ella. Le aseguré que me sentía honrado por su oferta, pero que lo más sensato sería meditar todas las opciones hasta hallar la más segura para todos nosotros.
Para ganar más tiempo, desvié la conversación hacia la naturaleza del alma y la espiritualidad. Eso entusiasmó a mi anfitrión, que afirmaba vehementemente que las creencias humanas estaban erradas. Un lobo no debía simular ser una oveja y, por tanto, debía seguir sus propios instintos, sin imitar las costumbres de sus presas. También volvió a incidir en la idea de que nuestra sangre Cainita era una bendición de Dios Todopoderoso. Además me confió que me parecía mucho a él durante su propia juventud, cuando la confusión pugnaba con la piedad en su fuero interno. Su fanatismo y la edad que transmitían sus palabras me estremecieron, pero me mantuve firme en mis creencias. Le respondí que el Señor sólo era un mero espectador en nuestras trágicas existencias y que la razón era la que nos separaba de los animales, del instinto y del caos.
En ese momento me di cuenta de que quizás una criatura tan antigua y sabia como Garinol tal vez había oído hablar de una deidad llamada pagana llamada Kupala. Le hice esa misma pregunta. Ahora era el Capadocio quien mostraba reservas, pero finalmente accedió a contarme que unos Cainitas habían acudido a él hacía mucho tiempo para averiguar cualquier información relevante sobre esa misma deidad. Viendo mi interés, aprovechó para hacerme una nueva oferta: si le mostraba un "milagro" de mi taumaturgia me contaría más cosas acerca de ese tema. Sonriendo, acepté su oferta de inmediato. Comenzaba a darme cuenta de su obsesión y su intriga por mi Casa y la taumaturgia que inventamos me daría la llave para salir del peligroso problema en el que estaba involucrado.
Me pidió que le esperase en el huerto. Allí comprobé que la noche estaba despejada, por lo que la luz de la luna y las estrellas iluminaba adecuadamente el terreno. Unos pocos monjes de ropas ajadas trabajaban los frutos de la tierra de forma pausada y torpe. Me extrañó sobremanera que estuviesen haciendo esa tarea a aquellas horas nocturnas, por lo que me acerqué para observar mejor lo que hacían. Al acercarme, descubrí espantado el hedor a putrefacción que desprendían y los huesos que sobresalían a través de la carne corrupta. Eran cadáveres animados por algún extraño poder sobrenatural. Ellos no percibieron mi presencia, o la ignoraron, y continuaron realizando sus pesadas faenas. Me alejé pensativo. Había oído muchos rumores de los Capadocio, pero uno de los más insistentes aseguraba que estaban obsesionados con los misterios de la Muerte y que dominaban extraños poderes relacionados con la decrepitud y los muertos.
Retrocedí a un lugar alejado mientras esperaba a mi anfitrión. Garinol vino acompañado de dos Cainitas a los que presentó como sus dos chiquillos, Mercurio y Serena. El primero era un monje alto y muy corpulento, con una tupida barba y una larga melena de color castaño oscuro. Vestía el mismo hábito gris que los mortales de aquella comunidad monástica. Lo que más me llamó la atención de él era su mirada dura y escrutadora. Por otra parte, Serena era una joven agraciada, de larga melena oscura y ojos del mismo color. Ambos mostraban el mismo aspecto mortecino que su sire, pero a diferencia de éste, no mostraban el mismo entusiasmo por la demostración que iban a contemplar. Me pareció un curioso detalle que tal vez me fuese útil en el futuro.
Debía estar a la altura de las expectativas que había fraguado, por lo que me concentré y recurrí al poder mágico de mi sangre maldita. Entoné el encantamiento del Rego Tempestas y, de inmediato, una espesa capa de nubes oscuras cubrió el cielo sobre la colina de Petrin, escondiendo con su manto la luna y las estrellas. Luego, moldeé las energías invocadas para hacer que lloviese sobre nosotros. Garinol estaba extasiado. Se arrodilló y oró con fervor a Dios. Contemplé en silencio su fervor, sabiendo que mi demostración lo había impresionado. En adelante, podría negociar en pie de igual con él. Sin embargo, sus chiquillos no parecían tan impresionados como Garinol, aunque adoptaron un papel convincente ante su sire.
Cuando hubo terminado sus oraciones, pedí al Capadocio que cumpliese su parte de lo acordado. Así lo hizo. Me contó que les había permitido a aquellos Cainitas el acceso al monasterio de Estrajov, donde la Iglesia almacena gran cantidad de tomos y libros de todo tipo. Ellos se marcharon inmediatamente después de haber encontrado lo que andaban buscando sin ofrecer ninguna explicación. Garinol empezó a tomar en serio mi interés por Kupala, preguntándome por qué estaba tan interesado en esa deidad pagana. Yo le expliqué los horribles pormenores de mi estancia en Satles. También le confesé que que creía estar embrujado, a causa de las terribles pesadillas que sufría desde entonces. El Capadocio escuchó con rostro serio mis palabras y me propuso inesperadamente una solución: buscar la salvación divina.
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