viernes, 22 de junio de 2012

C. DE T. 1 - 28: ECATERINA


Evitando ofrecerme cualquier tipo de explicación, Garinol ordenó a sus monjes que trajesen caballos para nosotros cuatro. Después cabalgamos juntos durante un corto espacio de tiempo, hasta que nos acercamos a una pequeña capilla de piedra construida entre unas rocas situadas al otro extremo de la colina. Incluso desde la distancia pude percibir que esa humilde construcción era especial, pues estaba protegida por un  aura invisible de santidad. Los Capadocios detuvieron sus monturas y desmontamos para avanzar a pie el resto del camino. La intranquilidad que sentía por la cercanía de suelo sagrado se fue agudizando a medida que nos aproximábamos. Garinol rompió entonces el tenso silencio que se había creado para comunicarme que mi fe debía ser puesta a prueba, para que el Señor Todopoderoso deshiciese la maldición impía que me acosaba.  Durante unos segundos, no supe qué pensar. El poder divino de los lugares sagrados repelía a los descendientes de Caín, llegando a infringirnos graves heridas. ¿Trataba el Capadocio de ofrecerme el descanso final de esta dolorosa forma o verdaderamente existía la posibilidad de confrontar el poder de Dios contra los embrujos de Kupala? Garinol esperó pacientemente a que me decidiese.

Obligado por las circunstancias, me acerqué al pequeño edificio sintiéndome cada vez más inquieto e intranquilo. Los últimos pasos para llegar a la entrada fueron muy difíciles para mí. Sentí el ominoso peso de la santidad de la capilla sobre mí. Mi mano sufrió una abrasión cuando sujeté el agarre metálico de la puerta, pudiendo escuchar un pequeño siseo y ver con temor cómo escapaban ligeros hilos de humo de mis dedos acompañados del hedor de la carne quemada. Reprimí el dolor con todas mis fuerzas para no proferir ningún grito y abrí completamente la puerta hasta que me reveló el interior de la pequeña estancia. El tremendo esfuerzo exigido provocó que volviese a sudar abundante sangre. Haciendo acopio de toda mi voluntad, forcé mi entrada en aquel lugar santo dando tres pasos más durante lo que me pareció una eternidad. El aplastante peso sobre mis hombros me obligó a arrodillarme ante la figura de madera policromada de una santa cuyo nombre nunca llegué a conocer. Toda mi piel comenzó a humear lentamente, mientras suplicaba misericordia. Impotente, alcé mis brazos mientras el calor divino me abrasaba para implorar desesperadamente perdón por todos los crímenes y pecados que había cometido. De alguna forma aquel acto hizo que me sintiese levemente mejor pese a que aún seguía siendo un Cainita, un alma condenada. No obstante, Garinol se hallaba entusiasmado cuando me vio salir de la capilla. A sus ojos había superado algún tipo de prueba, incrementando en gran medida su confianza en mí.

Los cuatro regresamos en silencio al monasterio. Serena y Mercurio nos dejaron solos para que pudiésemos hablar en privado, mas, un monje informó a Garinol de la llegada de otro visitante importante. El Capadocio me pidió que lo acompañase y salimos juntos al claustro para recibirlo. Era una mujer esbelta, de largo pelo castaño y ataviada con un velo rojo que cubría su cabeza y la parte inferior del rostro, aunque contribuía a destacar aún más sus penetrantes ojos verdes. También vestía un mantón amarillo sobre los hombros y unos finos ropajes del mismo color que su velo. Garinol le dio formalmente la bienvenida, llamándola por su nombre, Ecaterina. Ella no trató siquiera de disimular su enfado recriminando inmediatamente al Capadocio que me hubiese ocultado en su monasterio. Asimismo, le dijo que los lacayos del Príncipe me estaban buscando y que no tardarían muchas noche antes de investigasen aquí.  Por último, dirigió su furia contra mí, asegurando que había hablado con Josef y que él juraba que yo le había atacado mientras huía. Me defendí asegurando que los hechos no habían sucedido de esa manera. Entonces, para nuestra sorpresa, Garinol rompió su silencio para defender mi inocencia frente a su aliada.. La Cainita, renuente, le contestó que su obsesión por la maldición de Caín les estaba poniendo a todos en peligro.

En aquel momento, el Capadocio alzó conciliador su mano y le pidió que se tranquilizase, invitándonos a acompañarle a una de las cámaras del monasterio para continuar allí nuestra conversación. El breve paseo contribuyó a apaciguar la furia de Ecaterina, aunque no dejó de vigilarme con miradas suspicaces. Una vez que estuvimos acomodados, Garinol decidió confiar en mí y explicarme lo que estaba pasando. Me contó que los miembros de la Casa Tremere llevaban años buscando algo en el barrio judío, que era el dominio personal de Josef. Mis compañeros Tremere y el Nosferatu habían estado jugando a un peligroso juego desde entonces, un juego que subió sus apuestas cuando empezaron a desaparecer algunos de mis compañeros Tremere y cuando, hacía escasas noches, fue secuestrado un importante rabino judío llamado Mordecai ben Judá. El rapto del mortal era la razón por la Josef se había arriesgado a entrar en el Arce Rojo, porque estaba convencido que mi llegada a la ciudad tenía algo que ver con el destino de su protegido.

Sus palabras me hicieron reflexionar. Había hallado sin pretenderlo la forma adecuada para ganarme su confianza y conseguir al mismo tiempo la libertad de mis criados. Les aseguré a loa dos que si liberaban a mis criados, descubriría todo lo que supiese la Casa Tremere sobre la misteriosa desaparición del rabino. Por supuesto, ambos querían un compromiso más firme que ese, pero no accedí a ello, pese a que Garinol consiguió que me comprometiese a cumplir primero mi parte del trato. Aquel era el mejor acuerdo que podía obtener en esas circunstancias, así que acepté de inmediato. Con un poco de habilidad por mi parte, pensé, podría jugar a dos bandas y atraer al anciano Capadocio al bando Tremere. Como ya era tarde cuando logramos ponernos de acuerdo con esos detalles, el Capadocio nos ofreció su monasterio a ambos para que descansásemos durante las horas del día, oferta que aceptamos sin reparos.

Encerrado a solas en una estrecha celda de aspecto espartano, ese día fue el primero que pude descansar sin pesadillas desde mi aterradora estancia en Satles.

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