Al despertarme, pude comprobar que me hallaba bien, aunque estaba completamente empapado de sangre. La intensidad de la pesadilla había sido tal que estuve sudando abundante sangre mientras trataba de escapar en mis sueños. Nunca me había pasado algo así. Me preguntaba en silencio si había caído víctima de un embrujo maligno. Sin embargo, traté de apartar a un lado esos temores y concentrarme en mis problemas más acuciantes. Pude comprobar que los criados de Lars no habían intentando abrirse paso a través de los escombros del derrumbe. ¿Por qué no lo habían hecho? Esa pregunta también me llenó de incertidumbre. No obstante, debía abandonar aquel lugar maldito. Realicé el ritual del Paso Incorpóreo de nuevo y atravesé aquel muro de tierra y roca como una brillante figura inmaterial.
Al llegar a las escaleras, recuperé la materialidad de mi ser. No había señales de huellas en el polvo y la trampilla permanecía cerrada. Temiendo una trampa, dejé que mi sangre vigorizase mi cuerpo para hacerlo más rápido y fuerte, y luego abrí la trampilla de un empellón, dispuesto a usar la daga contra cualquier desafortunado que se hallase vigilándola. Sin embargo, no había nadie en la cámara. Sin poder creerme mi buena fortuna, salí a hurtadillas de las ruinas de la fortaleza. No obstante, vi demasiado tarde a un criado que huía para dar la alarma a los suyos. Tenía que despistarlos con rapidez o en breve me quedaría sin posibilidad de escape. Convoqué de nuevo el aliento del dragón y, oculto por el pesado manto de la niebla, me escapé en la dirección contraria a la que había seguido el mortal.
Alcancé el río y me sumergí en las frías aguas de su corriente, para impedir que los perros pudiesen rastrear mi olor. Los descendientes de Caín no necesitábamos respirar, por lo que pude nadar a favor de la corriente por debajo de la superficie del agua. Evitando así a mis perseguidores, sólo asomé la cabeza por encima de las aguas para comprobar dónde me hallaba. Las corrientes me devolvieron a Satles después de un largo tiempo. No podía vislumbrar los edificios de la aldea, pero sí reconocí su desvencijado puente de madera hacia el que nadé tan silenciosamente como me fue posible. Cerca del mismo vi algo enredado en las ramas de un leño caído. Al acercarme descubrí el cadáver de un campesino. Tenía numerosas marcas de desgarros y heridas profundas, como si lo hubiese atacado una bestia salvaje. Sin más luz para observar con detenimiento sus heridas, era imposible confirmar aquellas impresiones.
De pronto, me quedé completamente inmóvil, flotando en el agua del río agarrado al cadáver, ya que una sombra pasó rápidamente sobre el puente. No tenía la forma de un hombre, sino la de un enorme lobo, de pelaje negro como la noche. La bestia cruzó el puente sin percatarse de mi presencia. Eso me hizo recordar que había rumores de que algunos descendientes de Caín, sobre todo los del linaje de los Gangrel, podían adoptar cuerpos lobunos o incluso convertirse en dispersos mantos de niebla. Así pues, ¿era Lars uno de tales Cainitas? Esperé un tiempo en las frías aguas, concentrando mis sentidos. Todo estaba en silencio. No escuchaba voces ni cascos de caballos al galope, mas pude oler el característico aroma de la sangre fresca recién derramada. Esperé un poco más y trepé por la zanja. Desde arriba, descubrí asombrado que el molino había sido asaltado y derruido, al igual que el mesón. En cualquier dirección a la que mirase, sólo podía ver los cuerpos de los vecinos de Satles tendidos inertes sobre el suelo, todos con marcas de garras y colmillos. No parecía que hubiese supervivientes. ¿Había masacrado Lars a sus propios vasallos en un arranque de ira de su Bestia Interior?
Estaba confuso. Sin embargo, pronto descubrí las grandes huellas dejadas no sólo del lobo que había visto en el puente, sino también de sus compañeros de manada. Hombres lobo. Era la única explicación razonable. Las leyendas mortales aseguraban que los inocentes se convertían en bestias si sobrevivían a la mordedura de un hombre lobo, que se los podía reconocer porque les crecía abundante pelo en la palma de sus manos y que sólo se les podía matar usando un arma bañada en plata, pero tenía la certeza de que había tantas falsedades en esas leyendas como las que se contaban acerca de los monstruos bebedores de sangre. Lo que sí sabía con seguridad era que los hombres lobo odiaban a todos los Cainitas y, en especial, a los Tzimisce. Si Lars pertenecía a ese linaje, era lógico pensar que tal vez aquella manada de hombres lobo, llamados despectivamente Lupinos por los descendientes de Caín, estaban en guerra contra él. No podía confirmar esta conjetura de modo alguno, mas sí pude comprobar que las huellas se unían a la altura de la iglesia, para luego adentrarse en el bosque en dirección al claro donde había dado muerte a Orem la noche anterior. Me aterrorizó pensar que tal vez esas bestias estaban siguiendo mi propio rastro.
Si quería alcanzar la caravana de Erud, razoné, tendría que seguir a pie los caminos del este a través de bosques y montañas, una perspectiva nada halagüeña con un grupo de hombres lobo merodeando por los alrededores. Decidí que debía dejar pasar al menos una noche más antes de arriesgarme a emprender tan arriesgado camino. Para ello, me alimenté de una de las reses que ahora pastaban libres en la campiña y luego me escondí en la iglesia de la aldea. La noche anterior no había tenido oportunidad de inspeccionarla, pero ahora pude comprobar que había sido despojada hacía tiempo de todos sus símbolos sagrados. Sabía que Lars había matado al párroco y a todos los que se negaron a abjurar de su fe cristiana, por lo que suponía que esta iglesia abandonada y vacía sería un buen escondite en el que permanecer esa noche y descansar durante el día que estaba por venir. El armario de la sacristía me pareció un lugar perfecto. Cerré todas las puertas y postigos. Luego, realicé el ritual de Defensa del Refugio Sagrado en el lado interno de las puertas del armario, para impedir que entrase la luz del día en su interior si alguien abría las ventanas y me exponía al sol para que muriese abrasado. Como precaución final, dormí en el interior envuelto en una vieja y mohosa manta.
No obstante, mis cuidadosas precauciones no pudieron salvarme de las pesadillas. Volvía encontrarme en aquel maldito bosque embrujado, que tan bien conocía y temía. La niña fugitiva, Sana, salió de un escondite bajo unas raíces para señalarme con el dedo y gritar "¡está aquí!". Intenté cogerla y hacerla callar, mas ella se apartó de mí. En aquel momento, un lobo enorme, casi tan grande como un caballo de monta y con un pelaje parecido al cielo nocturno, se avalanzó contra mí. Traté de huir, pero la bestia me alcanzó y hundió sus fauces en la blanda carne de mi vientre. El dolor me traspasó. Era incapaz de defenderme mientras el hombre lobo me zarandeaba furiosamente de un lado a otro. Acudió un segundo lobo, que también aferró mi pierna y tiró de ella. Chillé de agonía.
Me desperté gritando, intentando huir desesperadamente de aquel dolor penetrante y sin estar despierto del todo, golpeé la puerta del armario, abriéndolo por completo y sacando medio cuerpo fuera de él. Las luces del sol, que se filtraban por las grietas del postigo, me ofrecieron su ardiente caricia abrasando mi mano derecha. Maldije con un alarido. ¡Aún era de día! Ese pensamiento se sobrepuso al dolor y, con gran esfuerzo, volví a entrar en el armario, cerrando la puerta conmigo. Había estado muy cerca de la muerte definitiva. Volví a caer dormido.
Cuando me desperté a la noche siguiente, salí del armario. Tenía la mano tan quemada como si la hubiese introducido en los fuegos de una hoguera. Mover la muñeca y los dedos me causaba un dolor atroz, pero di la bienvenida a esa sensación, pues significaba que aún me hallaba entre los vivos. También noté que había vuelto a sudar mucha sangre. Tenía que salir de Satles cuanto antes, pero debía comprobar que no hubiera ninguna amenaza fuera de la iglesia. Abrí el postigo, mas, no pude ver la aldea. Alguien había tapiado la ventana con tierra. Estaba confuso. ¿Qué había pasado? Algo se removió dentro de la tierra. Un gusano blanco salió perezoso, para caer al suelo. Luego otro y otro más. De la tierra surgían cada vez más gusanos blancos. Retrocedí alarmado y al darme la vuelta, vi a pocos pasos de distancia a Lars, que hundió una espada corta en mi vientre. El dolor volvió a lacerarme. Lars subió la hoja del arma sin esfuerzo, cortando cartílago y huesos, hasta clavarla en el esternón. Chillé de dolor. Sólo entonces, desperté realmente.
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