Las gélidas aguas mantuvieron a raya a Lybusa que, aunque no se atrevio a sumergirse completamente en el río, sí trató de intentar aferrarme introduciendo sus largos brazos. A pesar del peligro, me divirtió enormemente su frustración, pero no tenía tiempo para continuar con tales juegos. Con el cuerpo pegado al oscuro lecho fluvial, remonté el curso del río hasta llegar a lo que sería el ecuador de la ciudad según mis cálculos mentales. A continuación rompí de nuevo el hielo quebradizo y salí de las frías aguas. Las calles parecían vacías de gentes. Aun así, esta vez no corrí riesgos innecesarios. Me oculté en un estrecho paso de dos grandes almacenes a orillas del Vltava y realicé el ritual taumatúrgico del Paso Incorpóreo. Mi cuerpo perdió todas las ataduras propias del reino físico y me convertí en una figura espectral e inmaterial. Mi nueva forma casi translúcida sólo era delatada por un tenue resplandor antinatural. De ese modo crucé como un fantasma viviendas y talleres, sin que muros, paredes o puertas pudiesen obstaculizar mi paso. No hubo ningún testigo que diese la alarma a los asustados mortales ni a mis enemigos Cainitas. Finalmente llegué a la calle de la Rama Dorada.
En cualquier caso, aún ignoraba si el regens Ardan era un aliado o un enemigo. Aunque me había prometido a mí mismo hallar las respuestas a las intrigas que casi acababan conmigo en las últimas noches, decidí que necesitaba curar las heridas provocadas por la fe de la capilla, para lo cual necesitaría más sangre, mucha más de la que tenía en esos momentos en mi interior. Elegí una de las casas vecinas, que casualmente era el taller de una familia de artesanos. ¡Cuánta ironía podía ofrecer el Destino! No obstante, no tenía tiempo para apreciar las sutilezas de la cuestión. Me alimenté con moderación de todos ellos, bebiendo la suficiente sangre para que estuviesen cansados durante días, pero no para poner en peligro sus vidas, y su sangre curó las quemaduras provocadas por la verdadera fe. Asimismo, les dejé unas monedas en el taller para compensarles los días que no podrían trabajar en su oficio.
Volví a realizar el ritual del Paso Incorpóreo de nuevo y entré en el Arce Rojo a través del refugio en el que me iba a alojar originalmente. El lugar parecía estar exactamente como lo había dejado la última vez que descansé allí. Satisfecho, deshice el ritual para que mi cuerpo volviese a ser completamente material y salí de la bodega para tener una larga conversación con el anciano Johannes. No obstante, en las cocinas hallé un niño escondido debajo de una mesa. Debía tener unos ocho o diez años, más o menos, y tenía un aspecto flacucho y desnutrido, ojos oscuros y el pelo enmarañado y sucio. Por alguna razón, estaba despierto cuando abrí la trampilla y parecía muy temeroso de mí. Usé las artes de la Dominación en él para obtener inmediatamente respuestas sinceras. Me contó que su nombre era Valath, que sus hermanos se llevaron al anciano Johannes la noche anterior para castigarle por darme cobijo y que su hermano mayor, llamado Creg, me busca. Le ordené que me describa a su hermano y el muchacho así lo hizo, aunque también respondió que Creg podía mudar a voluntad su piel. Ese último dato me causó un estremecimiento involuntario. Solo los Tzimisce tenían el poder de la sangre que les permitía dar forma a la carne y el hueso como si fuesen arcilla en manos de un alfarero. Por último, le pregunté al muchacho qué hacía allí y él me respondió que estaba vigilando el interior de la posada, mientras sus hermanos permanecían ocultos en la calle para capturarme.
Las nuevas eran muy preocupantes. Johannes en manos de los monstruosos Tzimisce por mi culpa, sufriendo con seguridad toda clase de tormentos indecibles. Los hermanos de Valath escondidos en las calles. Sospechaba que si todavía no habían irrumpido en el Arce Rojo era porque o bien aguardaban hasta el amanecer para actuar o bien esperaban a que llegasen refuerzos. Una última orden por mi parte obligó al muchacho a caer pesadamente dormido. Sin perder más tiempo, bajo con él en brazos de nuevo al estrecho refugio de la bodega. Dejé a Valath en el jergón de paja y realicé lo más rápido que pude el ritual del Paso Incorpóreo.
Como esperaba, no tardaron en presentarse. Eran ruidosos y torpes, por lo que supe de su llegada nada más que entraron en la posada. Dos de ellos entraron en el refugio mientras tres más permanecían a la espera en la bodega. Estaban armados con espadas, hachas y antorchas y llevaban puestas toscas armaduras. Para mi decepción, ninguno de ellos era un Cainita, aunque mi aspecto sobrenatural no les causó ningún temor. El más osado gritó que me rindiese en nombre de la familia Premsyl. Ignoré su altanería y le expliqué a su compañero que deseaba hablar con Creg para negociar con él personalmente, asegurándoles que había embrujado al niño y que sólo rompería dicha maldición si liberaban al anciano Johannes. Ambos se rieron cuando escucharon mi oferta y me atacaron despreocupadamente. Tardaron en comprender lo que veían sus ojos. Sus armas atravesaban mi cuerpo inmaterial sin hacerme el menor daño.
Estaba claro que no iba a obtener nada mejor de aquellas hombres inferiores, por lo que decidí ignorarlos, atravesándolos literalmente. Los hombres de la bodega me asaltaron de inmediato, pero sus esfuerzos tampoco sirvieron de mucho. Dejé atrás sus frustradas blasfemias y salí a la calle. Dos hombres más esperaban afuera montados a caballo. Intenté dejarlos atrás cruzando a través de las paredes de los edificios y quedándome en algunas casas, pero aquellos bellacos no se dieron fácilmente por vencidos. Los jinetes me seguía den cerca rodeando los edificios mientras que los hombres a pie forzaban las puertas para tratar de atacarme inútilmente. Si continuaba con la misma estrategia, podría provocar involuntariamente de muchos inocentes.
Aquello me abrió la mente a una idea muy tentadora. Si guiaba a los Premsyl hasta el Barrio Judío y seguía usando la misma estrategia, podría utilizar a esas bestias para vengarme indirectamente del Nosferatu que casi había acabado con mi existencia cuando llegué a Praga. Ya que no podía vengarme directamente de aquella rata, usaría a los Premsyl para dañar a sus protegidos mortales. Sería una crueldad y un acto extremadamente mezquino, pero la idea permaneció rondando con fuerza en mi cabeza sin que el futuro sufrimiento de las víctimas lograse disiparla.
Al final tomé una decisión. Iba a ponerla en práctica inmediatamente.
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