Avanzamos a buen paso paso para internarnos en un valle casi completamente oculto por un pesado manto de niebla. Fuertes ráfagas de viento y lluvia sacudían con fuerza nuestros ropajes, pero no lograban desplazar ni un ápice de aquella niebla antinatural, que evitaba que la misma luz del sol entrase en el valle durante la mayor parte del año. En ese momento, no pude evitar sonreír al reconocer la energía taumatúrgica que seguía causándome una extraña sensación familiar, igual que la primera vez que la había percibido desde el carruaje de mi maestro cuando me trajo con él a la capilla. No obstante, por encima de aquellas brumas ya se podía atisbar sin dificultad las ocho torres y torreones que se alzaban a distintas alturas desde el cuerpo principal de la oscura fortaleza. Pese a la distancia y la niebla, un ojo atento como el mío podía observar con alguna dificultad que parecían inclinarse ligeramente, cada una hacia una dirección distinta.
El sendero que seguíamos cruzó serpenteando como una serpiente un bosque siniestro y fantasmal, lleno de árboles retorcidos y hojas marchitas. En una ocasión, mi sire me había asegurado que decenas de patrullas mortales vigilaban aquel bosque día y noche, siempre atentos ante la posible presencia de nuestros despiadados enemigos. Y, siempre que el sol se ponía en el horizonte, estos bosques, así como los valles cercanos, se convertían en terreno de caza de las Gárgolas que moraban en las entrañas de Ceoris.
El bosque dio paso a una empinada y pedregosa pendiente. El terreno era extremadamente escarpado, muy propicio para la defensa ante un asedio. Uno de los guardias, se subió al pescante de nuestro carromato para conducirlo con habilidad a través de sus estrechas curvas y recovecos. Sin su inestimable ayuda, mis criados hubiesen tardado largas horas hasta lograr pasar aquel tramo del sendero. ¿Cuántas vidas se perderían irremediablemente si un ejército invasor trataba de abrirse paso por la fuerza de las armas por aquel tramo? ¿Cuánto tiempo transcurriría hasta que se percatasen de que no podrían hacer subir sus costosas armas de asedio?
Por fin, llegamos al Foso de Etrius, un gran foso que debía su existencia gracias a los poderes mágicos del Consejero Etrius cuando aún era un magus mortal. También se decía que el foso tenía cuatro metros y medio de ancho en su punto más estrecho, y de hasta seis metros en su punto más ancho. El único medio para cruzar el foso era un puente de madera vigilado por una garita de piedra. Incluso el mismo Señor de la Guerra, Esoara, tuvo que identificarse cuando los soldados de las almenas gritaron el consabido: "Alto. ¿Quién va?"
Una vez cruzado el puente levadizo, seguimos ascendiendo a través de un pedregal en el que se alzaba el ocasional diente de león. El camino de grava, de unos nueve metros de longitud, terminaba en una doble puerta de cuatro metros y medio de altura, con bandas de hierro, que mostraban numerosas inscripciones de símbolos arcanos y que irradiaban una tenue luz amarillo verdosa. Esoara y sus hombres evitaron esa falsa puerta, levantada únicamente para engañar a los incautos, así como también un pequeño sendero que se separaba del camino principal y que conducía a una falsa puerta trasera que terminaba en una precaria cornisa rocosa. Otra trampa ideada por los amos de la capilla. En su lugar, avanzamos siguiendo el muro por la derecha. Los hechizos presentes hicieron que no permaneciese marca alguna de nuestro paso sobre el terreno. Nuestros guías desmontaron de sus caballos cuando alcanzaron un recoveco, donde permanecía oculta una puerta secundaria pequeña, y dijeron la contraseña a los guardias de la entrada. Cuando abrieron la puerta, uno de los soldados de Esoara vino hasta mí para comunicarme que el carromato sería llevado directamente a los establos de la fortaleza y que, por tanto, mis criados deberían cargar con mis escasas posesiones. Ordené a Friedich y Karl que preparasen una camilla para Lushkar y a Irena que se hiciese cargo de Sana. La niña estaba asustada y fascinada al mismo tiempo, pero en ningún momento soltó la mano de la muchacha.
La entrada dio paso a una modesta sala de piedra, con bancos y dos antorchas. Ni Esoara ni ninguno de sus hombres nos siguió al interior. Dos guardias nos dieron la bienvenida y ordenaron a los mercenarios que dejasen todas sus armas en la pared, ya que no les harían falta una vez que estuviesen dentro. Pude ver que Erik Siegard y sus hombres dudaban entre el recelo y el miedo. No se lo podía reprochar, pero debían obedecer de inmediato. Les ordené sin miramientos que así lo hicieran. Los mercenarios bávaros dejaron sus espadas, hachas y mazas, pero muchos de ellos se quedaron con sus dagas y cuchillos. Una vez que estuvieron cumplidas sus exigencias, los guardias abrieron otra puerta. Fui el primero en cruzarla, llegando a un largo y oscuro pasillo. Desde allí, una escalera de piedra subía a los pisos superiores mientras que otra descendía a las profundidades. Esperando pacientemente en los peldaños de la primera, se hallaban dos personas. El primero era un hombre de tez pálida, con una larga barba oscura y nariz aguileña. Vestía con una túnica marrón, adornada con pedrería y un borde de piel alrededor del cuello. Un elaborado sombrero de piel, imbricado con símbolos místicos, cubría por completo su cabello oscuro. Su nombre era Curaferrum y ocupaba el ilustre cargo de Castellano de la capilla de Ceoris. A su lado se hallaba un joven, que apenas había llegado a los veinte años, y que llevaba consigo instrumentos de escritura para tomar nota de todo lo que pidiese su amo.
Tras saludarnos educadamente con todas las cortesías necesarias, Curaferrum me explicó que me acompañaría a mis aposentos privados. Los mercenarios y los criados compartirían alojamiento con el resto de los siervos de Ceoris en las salas comunes. No obstante, sabiendo que a los criados de magus ilustres como mi mismo sire se les permitía compartir de un alojamiento propio, discutí con el Castelllano de Ceoris la posibilidad de conceder a mis propios ayudantes un trato semejante. Curaferrum pareció considerar seriamente mi oferta y me prometió que les brindaría un alojamiento más adecuado en cuanto le fuese posible. Sin embargo, antes de seguirle por las escaleras, me sentí obligado a despedirme de los hombres y mujeres con los que había compartido tantas vicisitudes. Intenté animarles asegurándoles que se habían merecido todo el oro, el descanso y la comida que podía proporcionar la generosidad de Ceoris. Después, ordené a Derlush que cuidase de Lushkar, Irena y Sana hasta que los volviese a ver, y seguí al Castellano de Ceoris a las plantas superiores.
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