Las noches siguientes discurrieron esta vez sin grandes sobresaltos, consultando con frecuencia numerosas obras de la gran biblioteca de Ceoris, estudiando nuevos rituales taumatúrgicos y haciendo numerosas visitas a mis criados, a los que Curaferrum había traslado a unos alojamientos privados. El rostro de Derlush se ensombreció levemente cuando les expliqué que Lushkar había recuperado la consciencia y que retomaría de inmediato sus deberes. Sin embargo, también se sintió parcialmente agradecido cuando se dio cuenta de que ello supondría liberarse de algunas de las tareas que consideraba más tediosas. Al igual que Sana, echaba de menos la libertad que ofrecían los caminos por grandes que fuesen los peligros y su obligado encierro en los alojamientos hizo mella muy pronto en ellos. Por su parte, Irena fue la que llevó con mejor disposición nuestra estancia en Ceoris. Había recuperado paulatinamente la buena salud y cuidaba y entretenía a la pequeña Sana siempre que podía.
Pero pese a que hallaba gran solaz en aquella rutina, no podía olvidarme del auténtico propósito al que aspiraba. Mis actividades habituales tenían por objeto hacer ver a amigos y enemigos por igual que me había resignado a someterme sin resistencia a la decisión del Consejo de Ceoris. Por supuesto hubo quien confundió esta aparente pasividad con falta de carácter y no escasearon aspirantes a conspiradores que trataron de involucrarme en sus ridículas tramas, como intentó sin éxito el propio Castellano de Ceoris. Confieso que aquellos juegos tal vez podrían haber entretenido a mi alma, mas hubiesen desvelado más de mí de lo que estaba dispuesto a tolerar en mis planes para regresar a Balgrad con la autorización oficial de las mismas personas que deseaban mi condena.
Tomé mis primeros pasos en aquella dirección en los aposentos de mi sire Jervais. Para mi sorpresa, no fue una reunión tensa, sino animada y casi fraternal. Jervais había disfrutado enormemente de la rabieta de Etrius en el Salón del Consejo y ese buen humor mejoró su carácter hasta el punto de hacer invisibles algunas asperezas de su carácter. No deseó confiarme lo que discutió el Consejo de Ceoris a puerta cerrada, pero me dio a entender suficientes cosas para que me hiciese una idea general. Por sus palabras, estaba claro que esperaba que me alzase contra todo pronóstico sin su ayuda. La reunión finalizó por tanto una vez que Jervais me comunicó sus buenos deseos en mi futura tarea.
Fueron noches extremadamente difíciles para mí. Sentía una profunda humillación en mi interior, pero continué con mis actividades rutinarias. Una vez más, fui fuerte y perseveré. Ninguno de los bandos en lucha albergó sospecha alguna de mis verdaderas intenciones. Nadie esperaba mi siguiente paso. Habían pasado diecinueve noches desde que el Consejero Etrius había firmado mi sentencia. Era el momento adecuado. Me reuní en secreto con el Maestro de Espías, Paul Cordwood, en uno de los recovecos de la gran biblioteca. Nuestro encuentro fue bastante breve dadas las circunstancias, pero muy fructífero. Él era la persona adecuada con la que debía negociar, gracias a su cargo y al respeto que se había ganado por parte de Etrius y los suyos, por un lado, y de los partidarios de Goratrix por el otro. Así pues, le expliqué sin rodeos que conocía la identidad del chiquillo de Bulscu que estaba conspirando contra su sire y que estaba dispuesto a revelársela a él en exclusiva, si a cambio lograba que el Consejo de Ceoris me destinara de nuevo a Balgrad inmediatamente. Sin mostrar sorpresa alguna, el Maestro de Espías me respondió que era difícil hacer cambiar de opinión al Consejero Etrius. Le aseguré que comprendía sus reservas, pero que esa cuestión era la única que me interesaba para entregar un secreto como ese. Paul Cordwood respondió que haría lo que pudiese y se marchó enfrascado en sus propios pensamientos.
Tal y como se esperaba, el Consejo de Ceoris me hizo llamar a la noche siguiente, la vigésima desde la última vez que había acudido al Salón del Consejo. El Consejero Etrius me miraba con intensidad. Por mi parte, mantuve la mirada baja como muestra de humildad. Curaferrum tomó la palabra para anunciar que, puesto que nuestros enemigos Tzimisce volvían a amenazar nuestras posesiones en Transilvania, habían decido enviarme de vuelta a Balgrad para defender desde ese baluarte los intereses de nuestra Casa en la región. Confiaban en que mis constantes esfuerzos desviasen la atención de nuestros enemigos. Conteniendo cualquier gesto o emoción, volví a repetir las mismas palabras que había pronunciado noches atrás en aquel mismo lugar.
-La voluntad de la Casa Tremere es mi voluntad-, respondí haciendo una prolongada reverencia y saliendo de aquella cámara con gran alivio.
Mis criados ya estaban listos para partir antes de que terminase la reunión del Consejo. Por orden mía, Lushkar y Derlush estaban comprobando que el anciano Haru, el mayordomo de Ceoris, se encargase de preparar nuestro carromato y de darnos las oportunas provisiones, así como un par de caballos. Paul Cordwood vino a verme a mis aposentos mientras estaba recogiendo mis escasas pertenencias, sobre todo apuntes de mis frecuentes visitas a la gran biblioteca. El Maestro de Espías quería que me diese cuenta de cuánto había sacrificado para cumplir su parte del trato y esperaba que estuviese a la altura de las expectativas que había depositado en mí. No le defraudé. Le confesé que el chiquillo traidor era el obispo Geza Arpad y le juré además por mi no vida que nunca revelaría a nadie más lo que acaba de contarle. Paul Cordwood asintió sombrío y se marchó tras despedirse. Yo mismo tardé poco tiempo en descender hasta la salida de la capilla. No quería ofrecer más facilidades a mis numerosos enemigos prolongado mi estancia más allá de lo necesario.
Una patrulla de guardias a caballo enviados por Esoara nos escoltaron hasta que alcanzamos una de las atalayas septentrionales. Desde allí, nuestro pequeño grupo pasó desapercibido por los pasos de las montañas y logró alcanzar los valles del otro lado sin sufrir ningún ataque ni emboscada. A partir de ahí, sólo tuvimos que seguir las carreteras hasta llegar a mi amada ciudad. Balgrad era mía y no permitiría que nadie me la arrebatase. Nunca.
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