Me pasé la mayor parte del resto de la noche encerrado dentro de los muros de la gran biblioteca de la capilla. Estaba malhumorado y me costaba concentrarme en la lectura que tenía entre manos, pero poco a poco logré evadirme de la frustración que sentía ante el fracaso de la reunión. La cólera dio paso a la curiosidad académica. Por fortuna, había encontrado el libro que había consultado durante la noche anterior en el mismo lugar en el que lo había dejado. En el pasado nunca había centrado mis estudios en la demonología, por lo que me estaba adentrando en un terreno completamente nuevo para mí. El autor de la obra deseaba conservar el anonimato, aunque por la estructura y la forma del contenido del libro era fácil suponer que había recibido una instrucción hermética. Rechazando los dogmas cristianos, por considerarlos bastardos, el autor explicaba la naturaleza de los reinos celestiales e infernales, así como de la compleja jerarquía de los seres que habitaban esos planes astrales. Hasta donde pude leer, no hallé ninguna referencia a la entidad conocida como Kupala, mas sí pude encontrar escasas anotaciones aludiendo a recetas mágicas usadas para mantener a raya a las entidades conocidas vulgarmente como "infernales", "diablos" o "demonios"
El criado llamado Marcus interrumpió mi lectura para advertirme que el Consejo de Ceoris requería mi presencia de nuevo. Asentí, despidiéndolo con un gesto y luego, una vez que volví a estar solo, escondí el libro en otra parte distinta con la esperanza de volver a consultarlo posteriormente. A continuación, descendí de nuevo a la planta baja y volví a entrar en el Salón del Consejo. Los sillones ocupados antes por Malgorzata y Epistatia estaban ahora vacíos y sus ocupantes no se hallaban en la sala. Preocupado por el significado que me reservaba su ausencia, hice la debida reverencia ante los presentes. Fue el Consejero Etrius el que tomó la palabra. Me informó que el Consejo de Ceoris había adoptado la decisión unánime de permitirme descansar dos semanas más en la capilla, para luego enviarme a una importante misión que me sería explicada en su momento.
-La voluntad de la Casa Tremere es mi voluntad-, respondí saboreando por primera vez una amargura desconocida que no me permití traslucir ante Etrius y sus serviles lacayos.
Salí del Consejo de Ceoris sin saber muy bien a dónde me encaminaban mis pasos. Había cogido gran afecto a la ciudad que había tomado como principado y necesitaba reordenar mis pensamientos. No obstante, Curaferrum se acercó a mí. Me explicó con amabilidad, falsa amabilidad, que si deseaba alimentarme me guiaría a las criptas de la capilla con mucho gusto. Mi sed de sangre todavía era débil, mas, ahora que estábamos a salvo en una capilla de la Casa Tremere, me propuse reunir la sangre suficiente para curar las heridas de mi buen Lushkar. Así pues, acepté la oferta del Castellano y juntos descendimos a las plantas subterráneas de la capilla.
En el primer piso se hallaban los aposentos de los criados y siervos que atendían todas las necesidades mundanas de la capilla, así como una lavandería y un pozo de desechos. En el siguiente piso, cuyo olor podría haber espantado incluso a las peores alimañas existentes sobre la faz de la tierra, se encontraban los aposentos de los siervos encargados de recoger las basuras e inmundicias de los mortales para descargarlas en un estrecho túnel conocido como el "culo de Ceoris". Ese pequeño corredor en la roca descargaba los desperdicios en un agujero oculto en el foso que rodea a la capilla. En ese mismo piso era dónde se hallaba la entrada de la Cueva del Vis, donde acudía mi sire Jervais, en su cargo de Cosechador de Vis de la capilla, para recoger esta energía mágica que aparecía en la forma de depósitos cristalinos sobre un lecho de agua subterránea. Todos los magi mortales necesitaban vis para obrar sus conjuros con más facilidad o con mayor potencia, por lo que esa cueva seguía conservando su importancia a pesar de los cambios obrados en nuestra Casa a raíz de la secreta entrada de la maldición de Caín en nuestras filas.
Sin embargo, Curaferrum se detuvo en un tramo del pasillo de paredes formadas por sillarejos de piedra y apretó en un punto de la pared, lo que desveló una puerta secreta, oculta por medios mágicos, que conducía a unas escaleras que descendían a nuevas profundidades. Descendimos un piso más y entramos en un nuevo pasillo con más corredores y puertas. Había unas pocas antorchas aquí y allá, pero el lugar parecía envuelto en sombras. Se podían escuchar chillidos y gritos constantemente. Algunos parecía provenir de gargantas humanas, pero de los otros era mejor no conocer su procedencia. Curaferrum me indicó qué zonas de aquel terrible lugar eran los dominios de Virstania, a la que llamadan mordazmente la "madre de las Gárgolas". El Castellano me explicó que era preferible evitar sus dominios, porque sus criaturas no estaban completamente domesticadas.
Nos acercamos a una de las puertas, de la que procedía un fuerte olor a orina y heces. El Castellano encontró fácilmente la llave correcta y abrió la puerta. Al otro lado había una veintena de personas desnudas y encadenadas, desnutridas y maltratadas más allá de toda imaginación. Su visión me horrorizó por completo. No pude evitar comparar su estado con el de las mujeres presas en las cuevas de Satles por los seguidores de Kupala. Curaferrum debió percibir mi espanto, porque intentó tranquilizar mi conciencia argumentando que aquellos eran criminales y tullidos, hombres y mujeres cuyas faltas les habían condenado a este lugar. Durante unos instantes, pensé en negarme a hacerlo, pero iba a estar al menos dos semanas en Ceoris y tarde o temprano necesitaría alimentarme. Además, debía pensar en Lushkar. Su vida dependía de que le proporcionase la sangre suficiente para curar sus heridas más graves. Haciendo acopio de valor, entré en aquella celda. Cuando di mis primeros pasos, algunos de esos desgraciados intentaron acercarse a mí suplicándome con voces apagadas que les concediese el regalo de la muerte. No obstante, no me sentí con fuerzas para acceder a sus ruegos y bebí con cuidado la sangre de dos de ellos sin matarlos en el proceso. Después me incorporé asqueado. Curaferrum no había dejado de observarme todo el tiempo, tomando buena nota de mis dudas y recelos para aprovecharlos quizás en el futuro, quizás en uno demasiado cercano para mi gusto.
Cuando abandoné la celda, el Castellano de Ceoris me señaló un pasillo al que nunca debía intentar acceder ,por recomendación de Virstania, y otro más que me estaba expresamente prohibido por orden del Consejero Etrius. No había antorchas iluminando ese último corredor, por lo que permanecía completamente envuelto en sombras. Sentí un fuerte escalofrío. ¿Conduciría a los aposentos personales en los que dormía su sueño el gran maestre Tremere? No me atreví a formular en voz alta esa pregunta, no en aquel lugar, y Curaferrum no parecía dispuesto a dar más explicaciones. Así pues, deshicimos el camino para regresar a las plantas superiores. Debo confesar que sentí un inusitado alivio cuando dejamos atrás aquel corredor envuelto en amenazadoras tinieblas.
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