El castigo de Iván y Rafael había alterado mi espíritu, dejándome intranquilo y nervioso, como si el dolor provocado por la sangre derramada fuese insuficiente para apaciguar mi ira. Me percaté de que la Bestia Interior, que no era más que una metáfora para describir los terribles instintos experimentados por todos los Cainitas, se agitaba inquieta en mi interior. Era consciente de que la difícil situación de esta centuria había reducido considerablemente mis relaciones con los humanos, lo que me había hecho olvidar paulatinamente, a un nivel puramente emocional, lo que significaba ser humano. Para dirigir apropiadamente los asuntos de la ciudad incluso había dejado de asistir a las reuniones de la fraternidad secreta de artesanos y comerciantes, aunque había ordenado a Lushkar que ocupase mi lugar en los ritos y los asuntos de la sociedad secreta que fundé cuando llegué por primera vez a Alba Iulia.
Así pues, decidí recuperar mis lazos con los seres humanos para salvaguardar mi propia "humanidad" y tomarme un merecido respiro en mis numerosas responsabilidades. Presa de una extraña emoción, me vestí con las ropas de uno de los artesanos de la casa y salí de mi capilla tan rápido como pude, disfrutando sinceramente de la frescura de aquella noche otoñal. En una pequeña taberna sin nombre donde descansaban algunos parroquianos, descubrí inmediatamente pequeños detalles que atraparon por completo mi atención. Los mortales usaban nuevas palabras y expresiones, algunas de ellas completamente desconocidas para mí, y juzgaban sus vidas de una forma ridícula y extremadamente simplista. Por unos instantes, me sentí decepcionado.
Fui a otra taberna. Podía recordar perfectamente que en otros tiempos se había llamado el Gallo Dormido, aunque ahora los mortales prefiriesen llamarla el Barril Roto. Ciertamente, el lugar merecía bien aquel nombre. Se hallaba en peor estado inimaginable y el olor a cerveza no podía disimular el hedor dejado por el vómito de los borrachos en el serrín del suelo. Su propietario, uno de los bisnietos de Sana, atendía con desinterés al pequeño ejército de borrachos y prostitutas que debía ser su clientela habitual. Tras pedir una jarra y rechazar con firmeza algunas burdas ofertas, permanecí de pie, con la jarra en la mano, observando y tomando buena nota de todo lo que sucedía en el establecimiento. Pese a su embriaguez, algunos mortales presintieron algo extraño en mí y se alejaron al otro extremo de la sala. No pude evitar recordar aquella niña tímida que huía por salvar su vida en Satles. Estaba claro que el tiempo no había sido amable con sus descendientes. ¿Debía intervenir para honrar su memoria y obligar al holgazán de su bisnieto a recuperar su dignidad o debía permanecer al margen siendo testigo una vez más de la fatalidad del libre albedrío? ¿Me ayudaría semejante acto a recuperar mi humanidad perdida?
Salí a la calle de improviso con la idea de dejar atrás tales pensamientos. Ahí fuera estaba lloviendo. Pensé con amargura que era muy apropiado. Luego caminé, pero sentí que no lo hacía lo bastante rápido para huir de la melancolía que me atenazaba. Incluso corrí con todas mis fuerzas. No era suficiente. Nada era suficiente. Todo parecía vacuo y sin sentido.
Me detuve en un callejón, apoyado contra la tapia que rodeaba una casona. Tenía los pies ocultos por la suciedad del barro de la ciudad y las ropas caladas por la humedad. Gotas de lluvia se deslizaban por mi pelo, cayendo rápidamente al suelo. Alcé los brazos y grité con todas mis fuerzas. Una. Dos veces. Me sentí mejor. No pude evitar sonreír ante mi audacia. El Regens Dieter, Príncipe soberano de Alba Iulia, corriendo y gritando bajo la lluvia como lo haría un demente poseído por Satanás. ¡Pobre diablo! Esa idea me hizo reír. ¿Qué pensaría si me viese cierta dama? Me reí nuevamente con más fuerza. Luego, me senté en el suelo encharcado, aliviado, como si una mano invisible hubiese apartado una pesada losa sobre mis hombros. Había algo cálido y a la vez familiar en aquella situación.
Fue entonces cuando me percaté de que no estaba solo. Oí con claridad su graznido. Sobre la tapia, un cuervo me miraba impasible, ajeno a la lluvia y a mi condenación. El cuervo graznó varias veces. Por unos instantes, creí que estaba repitiendo mi nombre. Sin perderlo de vista, me levanté del barro. Un trueno sonó en la distancia y, antes de que nos alumbrase el relámpago, Morke estaba ocupando el lugar del ave, con su fornido cuerpo encorvado y sosteniéndose en cuclillas sobre la tapia con un equilibrio perfecto. Una pluma negra se desprendió de su melena, arrastrada inmediatamente hacia el suelo por la lluvia.
El Gangrel bajó de un salto, salpicando agua en todas las direcciones y dio un par de pasos para acercarse a mí. Por mi parte, recuperé la compostura, volviendo a ser Dieter Helsemnich. Morke me dijo que me había estado buscando por toda la ciudad, ya que tenía noticias muy importantes para todos nosotros. Sin perder el tiempo con charlas inútiles, me espetó ansioso que había encontrado el cubil en el que se escondían los adoradores de Kupala. Aunque ya había escuchado en el pasado palabras parecidas por parte de todos los Cainitas que habían permanecido en Alba Iulia en un momento u otro, decidí ser permisivo y escuchar lo que tuviera que decirme. El Gangrel debió percibir mi escepticismo aunque su entusiasmo hizo caso omiso de mi estado de ánimo.
Con paciencia, Morke me explicó que llevaba años vigilando a los campesinos de los campos, buscando cualquier indicio de su verdadera presa. Un golpe de suerte le había llevado a seguir un rastro de huellas que le condujo a una cueva en las tierras occidentales, a dos horas caminando desde Alba Iulia. Durante tres lunas completas, había estado observando las entradas y salidas de algunos campesinos en aquel sitio, así como de los infernalistas. Sí, había Cainitas entre ellos. Dos Nosferatu, un anciano calvo y de barba frondosa y una mujer rubia de espalda encorvada. A pesar de que no había podido seguir a los Nosferatu, Morke estaba completamente seguro de que los dos últimos Cainitas usaban la cueva como refugio habitual. Además, esta noche el Gangrel había podido escuchar a los infernalistas que mañana celebrarían una de sus ceremonias impías más importantes.
El relato de Morke parecía sólido, pero aun así lo estudié buscando cualquier indicio de falsedad o engaño. No hallé en él nada de eso, sino únicamente una necesidad imperiosa de probar sus habilidades cazando a sus enemigos. Sin duda, iba a tener la oportunidad que buscaba. Le ordené que me diese las instrucciones oportunas para llegar a la cueva y, luego, le prohibí que atacase a los infernalistas, mandándole que les vigilase sin ser visto hasta mi llegada. Él asintió de forma hosca y se alejó corriendo bajo la lluvia. Inquieto, miré las gotas de lluvia que salpicaban al azar los charcos del barro. Mi reencuentro con las emociones humanas tendría que esperar un momento más oportuno. El culto de Kupala se merecía sufrir todas las crueldades que pudiese imaginar el monstruo que se escondía en mi interior.
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