miércoles, 10 de octubre de 2012

C. DE T. 1 - 102: LA BOCA DEL INFIERNO


Salimos de la fortaleza de lord Sirme con la determinación que confiere una causa justa o, en mi caso particular, con el odio y la amargura cosechadas después de siglos de refriegas silenciosas. El Ventrue quiso encabezar personalmente la marcha, aunque procuré estar a su lado para compartir con él las instrucciones que me había confiado Morke. Las sombras de la noche eran más espesas en los bosques y la luna se hallaba oculta en los cielos, lo que entorpeció el paso de los ghouls de lord Sirme, ya que su amo les había prohibido prender sus antorchas por temor a ser descubiertos. A pesar de todo, avanzamos hacia el oeste a buen ritmo. Las indicaciones del Gangrel resultaron ser muy precisas. Después de la primera hora de marcha, abandonamos la arboleda para ascender por unas laderas, ocupadas por infinitud de matorrales y zarzas, y seguimos un leve sendero que atravesaba la maleza hasta llegar a una zona de árboles dispersos y retorcidos, semejantes a islas en aquel mar de espinas.

Pude ver a tiempo una figura entre las sombras, de pie junto a un árbol que estaba a unos setenta y cinco metros por delante nuestro. Detuve de inmediato a lord Sirme con un gesto y señalé en la dirección en la que estaba el vigía. Pese a que no podíamos distinguir si era hombre o mujer, sí pude apreciar que estaba armado con un arco. Me volví hacia Rafael, señalé en la dirección en la que permanecía quieto nuestro enemigo y simulé un corte en el cuello. El Malkavian comprendió perfectamente lo que quise decir, escabulléndose rápidamente entre las sombras.

Durante varios minutos no pasó nada. Luego, Rafael surgió desde la oscuridad más cercana al vigía con una daga en su mano, pero se detuvo en mitad del gesto, miró a los alrededores, luego en nuestra dirección y, nervioso, nos hizo gestos apresurados para que avanzásemos. Lord Sirme maldijo entre dientes y me miró. Asentí a su pregunta silenciosa y todos subimos tan rápido como pudimos. Una vez arriba, pudimos comprobar que el vigía era un hombre, un campesino, a juzgar por sus ropas harapientas. Tenía unas marcas brutales de mordiscos en el cuello, pero no quedaba en él ni una gota de sangre. Quienquiera que lo hubiera matado, lo había maniatado con una soga a una enorme rama para que desde lejos pareciese que el muerto aún vivía y seguía vigilando el camino.

Sin perder el tiempo, les ordené que reanudásemos la marcha. Poco a poco, dejamos atrás las zarzas. El camino serpenteó a lo largo de una cornisa rocosa, donde la maleza dio paso a zonas de hierbas de escasa altura y color apagado. Peñascos y piedras desnudas se alzaban aquí y allá en todas las direcciones. En ese momento, una figura sombría surgió de repente desde una de estas rocas. Era Morke. Aunque no hizo ademán de atacarnos, no pude evitar estremecerme al contemplar las afiladas garras que ocupaban el lugar de sus manos humanas. El Gangrel nos dio la bienvenida al lugar de la matanza pero nos dijo que lamentaba que no hubiéramos estado presentes cuando se derramó la primera sangre. Al preguntarle qué quería decir, sus labios adoptaron una sonrisa retorcida pero entusiasta. Morke me respondió que los infernalistas habían dejado fuera a cuatro vigías. Según él, había tenido que matarlos a todos para que nuestras presas no descubrieran antes de tiempo mi llegada. A continuación, Morke señaló un giro en la pared rocosa diciéndonos que allí estaba la cueva en la que se escondían nuestros enemigos. El Gangrel también nos contó que a principios de la noche habían entrado poco más de una veintena de mortales, la mayoría de los cuales parecían campesinos de las tierras vecinas. Pese a que no había visto entrar a ningún Cainita, estaba convencido de que estarían ahí dentro con su rebaño, realizando sus ritos blasfemos.

Por sus gestos cargados de tensión, era evidente que Morke estaba ansioso por entrar. Sin embargo, le dije que debía aguardar un poco más para que nos preparásemos para el combate. Lord Sirme ordenó a sus ghouls que encendiesen sus antorchas. Por mi parte, ordené a Eidna e Iván que no perdiesen de vista a Rafael, que se hallaba extremadamente nervioso. Por otro lado, me retiré buscando la privacidad de unas rocas para sostener un fragmento de espejo de cobre y realizar en privado el ritual del Paso Incorpóreo, que haría que mi cuerpo fuese insustancial durante casi cuatro horas.

Cuando atravesé despacio la roca que me daba cobijo, mis súbditos estaban listos para el combate. Esta vez yo mismo me puse al frente de la marcha seguido de cerca por Morke, lord Sirme, Eidna, Rafael, Iván y finalmente los cinco ghouls al servicio del Ventrue. De cerca, la entrada de la cueva se asemejaba una boca infernal repleta de colmillos y dientes retorcidos. Incluso parecía que de ella fluía un aire cálido y pegajoso, cargado de un olor ignoto. Sin embargo, no hicimos caso de esos simples embrujos ideados para asustar a los mortales supersticioso y nos adentramos en la cueva hasta alcanzar un túnel natural que descendía a las profundidades. Pese a que no parecía haber sido trabajada por la mano del hombre, la galería permitía el paso cómodamente a dos personas al mismo tiempo y su techo desaparecía en algún lugar de las sombras que cubrían las alturas. Ahora podíamos oír con claridad un coro informe de voces humanas gritando palabras secas en la lengua de los primeros moradores mortales de estas tierras. Los gritos repetían un mismo nombre en varias ocasiones: Kupala.

Nos llevó un tiempo considerablemente largo recorrer el túnel, pese a que las voces parecían hallarse siempre después de cada recodo. Por fin apreciamos un tenue resplandor al final de la galería. Los gritos anteriores se habían convertido en un horroroso canto malsonante y antinatural. Al llegar al final del túnel, comprobamos que éste daba paso a una enorme caverna iluminada por la luz de pequeñas hogueras y cuyo suelo tomaba la forma de unas gradas de aspecto casi circular que descendían hasta un fondo cubierto por toda clase de huesos. Una docena de muertos colgaban desgarrados y crucificados de las paredes pétreas, con sus pieles estiradas sobre la roca hasta formar una sola materia unida. Los mortales estaban cantando y alzando sus brazos hacia las sombras de la caverna. Sobre los huesos que formaban el lecho de la caverna, se erguía un ídolo semejante a un horrible espantapájaros de gran tamaño, hecho con pieles y vísceras humanas. A su lado cuatro figuras vestidas con túnicas negras permanecían de pie junto al ídolo maldito, añadiéndole una nueva capa de inmundicia. Reconocí a dos de ellas de inmediato. Eran los Nosferatu que me habían atacado en el pasado en las calles de mi propia ciudad. Los otros dos Cainitas eran un anciano y un joven. Noté que la Bestia Interior se removía con anticipación dentro de mí. ¡Por fin los habíamos encontrado! ¡Por fin los teníamos en nuestras manos!

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