-¡Matadlos! ¡Matadlos a todos!
Mi orden rompió las cadenas invisibles que nos habían inmovilizado al contemplar con fascinada turbación aquel ritual depravado. Como una bestia presa de la rabia a la que liberasen de improviso de su jaula, Morke fue el primero en saltar hasta el grupo más cercano por debajo nuestro. Cayó con todo su peso sobre el desprevenido mortal, dejando a su paso unos profundos surcos sangrientos por toda la espalda. Luego, olvidándose de la víctima que se debatía agónica bajo sus pies, se alzó dando poderosos zarpazos a diestro y siniestro. No queriéndose quedar atrás, lord Sirme cargó con sus ghouls contra otro grupo que, advertidos del ataque por los gritos de sus compañeros, trataban de recoger a la desesperada sus cuchillos, hoces y bastones, aunque eso no les salvó de los ataques del Ventrue. Por su parte, Eidna, Iván y Rafael, para no quedarse atrás, corrieron por el otro extremo, cayendo sobre otro grupo de mortales.
Sin embargo, no eran los mortales los que debían preocuparnos, sino sus amos Cainitas. Una vez que se percataron de nuestro ataque, dejaron respetuosamente en el suelo la piel con la que cubrían su ídolo. A continuación, los dos Nosferatu treparon por la roca dirigiéndose directamente hacia Morke. La voz del Cainita que parecía más joven se hizo oír por encima de los gritos de los moribundos y el estrépito de las armas, llamando a su hijo perdido con la súplica de un padre desdichado. Desde mi ventajosa posición en lo alto, pude ver cómo Rafael dejaba de apuñalar a uno de los campesinos y, presa de una furia homicida, hundía a traición su cuchillo en la espada de Eidna. El resto de los campesinos presentes que no estaban enzarzados ya en combates se dispusieron alrededor del ídolo y del cuarto Cainita, formando así una muralla protectora con sus propios cuerpos.
Ese era el momento que estaba esperando. Estaba claro que el cuarto Cainita, que se halla agazapado haciendo algo que no podía ver, era el líder del culto, por lo que abandoné mi posición y empecé a descender a través de la roca hasta llegar a su altura, para sorpresa de todos los presentes. A medida que descendía, el olor a vísceras, sangre y carne putrefacta se volvía cada vez más abrumador. El sire de Rafael cargó contra mí, desarmado, en un fútil intento por derribarme al suelo. Su cuerpo se estrelló con violencia contra la roca y el sonido seco de varios huesos al romperse me llenó de satisfacción. El Cainita volvió a levantarse, confuso, furioso y con la cara cubierta de sangre por los cortes y arañazos. Lo ignoré, del mismo modo que hice con los mortales que tenía frente a mí, caminando a través de ellos como un espectro surgido de sus más aterradoras pesadillas.
La propia caverna magnificaba los gritos y los sonidos del combate que estaba teniendo lugar en sus entrañas. El líder del culto, que parecía un anciano calvo y con una fina barba recortada, se puso de pie para hacerme frente, mientras sostenía en su mano derecha una piedra cubierta de sangre. El cuchillo con el que se había realizado el corte descansaba en su mano torpe. Sus ojos no mostraban miedo alguno, sino una determinación fanática que no admitía dudas ni errores. A nuestro alrededor, los mortales mantuvieron su posición siguiendo las órdenes del sire de Rafael, que les gritaba toda clase de maldiciones y amenazas para que no rompiesen el círculo.
-Nunca atacamos tu preciosa capilla porque teníamos la certeza de que allí serías más peligroso que en cualquier otra parte-, me dijo atropelladamente el líder de los infernalistas. -Ahora verás por...
Lo interrumpí bruscamente con un hechizo taumatúrgico que casi me hizo perder la concentración en el ritual del Paso Incorpóreo. No obstante, logré invocar un relámpago que impactó contra él inmediatamente. El infernalista cayó de rodillas con heridas por todo su cuerpo pero, antes de que pudiese rematarlo con otro relámpago, alzó triunfante la piedra empapada en su sangre. Fue en ese mismo instante cuando la caverna empezó a temblar violentamente.
Fragmentos cada vez más grandes del techo comenzaron a caer sobre nuestras cabezas, sepultando bajo su peso tanto a mortales como a Cainitas. El Cainita comenzó a reírse como un loco, presa de una alegría desesperada y demente, hasta que un gran fragmento de roca cayó de improviso sobre nosotros. Los efectos del ritual me protegieron de nuevo y pude atravesar los escombros sin dificultad. Comprobé con satisfacción que el líder del culto, así como el sire de Rafael y los mortales que nos rodeaban no habían tenido tanta suerte. Morke seguía enfrentándose a uno de los Nosferatu, sin resignarse a huir en mitad del combate. En otra parte, dos de los ghouls de lord Sirme estaban tirando con desesperación del brazo inerte de su amo; el resto de su cuerpo yacía inerte bajo toneladas de piedras y escombros.
Comencé a caminar a través de la roca. Pese a que concentré toda mi atención en mirar el espejo para mantener los efectos del ritual que estaba salvando mi no vida, también pude contemplar breves imágenes de los alrededores. Eidna arrastrándose entre las piedras. Rafael intentando correr por el túnel de vuelta la superficie, seguido de cerca por Iván. Piedras. Polvo. Incluso escuché detrás mío el último lamento de Morke maldiciéndonos a todos antes de que su voz se perdiera para siempre.
Cuando salí de la cueva, las cercanías a la entrada estaban envueltas en una gigantesca humareda de polvo. La tierra había dejado de temblar. Me quedé inmóvil allí mismo, temblando como un recién nacido. Sólo cuando el polvo se hubo disipado del todo y pude comprobar que no había peligro alguno, deshice el ritual del Paso Incorpóreo. Aparté la mirada con cautela del espejo y vi con mis propios ojos cómo incluso la cueva que servía de entrada había sido sepultada por el desprendimiento. Si no hubiera sido por mi hechicería, mis enemigos me hubieran llevado a la tumba con ellos.
Durante unos instantes, no supe qué hacer a continuación. Pese a que los infernalistas que adoraban a Kupala habían sido destruidos o enterrados para siempre, todos mis súbditos habían corrido un destino semejante. Esta vez la victoria nos había exigido un precio muy alto por su favor. No obstante, una idea se abrió paso en mi mente. Si lord Sirme, Morke o Iván habían logrado sobrevivir, estarían enterrados, durmiendo en el sopor del Letargo, sin posibilidad de escapar por sus propios medios. Mi deber era regresar cuanto antes a la ciudad, organizar a grupos de trabajadores mortales para que excavasen a través de los escombros y salvar a los que pudiese. Con esa idea mente, volví mis pasos hacia Alba Iulia y comencé a deshacer el camino poco a poco.
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