El viaje de vuelta fue extremadamente tedioso. Sin más preocupación que la de no demorarme en los campos para regresar a la ciudad antes del amanecer, mi único entretenimiento consistía en reflexionar para mis adentros acerca del futuro.Consagraría mis primeros esfuerzos en recuperar los estudios de la geometría sagrada que protegería a Alba Iulia de la ponzoñosa influencia de Kupala. Después de eso... buscaría tiempo para sanar las profundas heridas espirituales que me habían dejado estos siglos de guerra sin cuartel.
Abandoné los zarzales y me interné en los bosques. La luna seguía oculta, pero por el color del cielo supuse que aún disponía de bastante tiempo para regresar a la ciudad en condiciones seguras. Fue en ese instante cuando mi aguzado oído percibió el estrépito lejano de los cascos de caballo al galope. Era un grupo pequeño, pero me percaté que venían en mi dirección, dado que el sonido se hacía más fuerte a medida que pasaban los segundos. ¿Quién se atrevería a viajar a esas horas de la noche? La respuesta era estúpidamente sencilla. Debía tomar rápidamente una decisión: esconderme fuera del camino hasta que los jinetes hubiesen pasado de largo o permanecer en mi sitio para conversar con ellos y averiguar todo lo que pudiese sobre los desconocidos que estaban atravesando mis Dominios. Al final, me quedé quieto y adopté la pose más digna que pude, vigilando el extremo del camino por el que sabía que aparecerían los desconocidos. Como medida de seguridad, usé el poder de la sangre para dar mayor vigor y resistencia a mi cuerpo no muerto.
Sus sombrías figuras aparecieron en la lejanía. Eran seis en total. No. Ocho. Eran ocho jinetes cubiertos con capas de viaje. El ruido de los cascos de los caballos creció y creció hasta convertirse en un ruido atronador. Sus monturas eran animales excelentes, de buena crianza; por su gran tamaño era evidente que se trataba de animales criados para la batalla. Sentí un estremecimiento en la espalda, presintiendo de alguna forma el peligro que estaba corriendo. Los jinetes me vieron y redujeron el ritmo de la marcha de sus caballos, temiendo la posibilidad de una emboscada. Bien. Eso podría serme útil.
Uno de los jinetes alzó en alto su mano, deteniendo al grupo a unos treinta metros de distancia. Me maldije silenciosamente a mí mismo en varias lenguas, vivas y muertas, cuando reconocí su rostro. Era el hermano demente de Sherazhina: Dragomir Basarab. El Tzimisce puso una mueca cruel que se asemejaba a duras penas a un sonrisa. Él también me había reconocido con facilidad y empezaba a disfrutar abiertamente de las posibilidades que se abrían ante él.
-¡Qué pequeño es este mundo nuestro!-, exclamó otro de los jinetes, mientras retiraba lentamente el fino paño que ocultaba las facciones de su rostro con un movimiento natural de su mano. Su voz, a la vez familiar y a la vez amortiguada, despedía un venenoso desdén. -Me apena comprobar que los sabios antiguos errasen tanto cuando calcularon el tamaño total de la tierra.
Cuando desveló por completo su rostro, sufrí una conmoción. ¡Era el mismísimo Myka Vykos! ¡Ahora sí que estaba perdido! Una abrumadora sensación de fatalidad se apoderó de mí, impidiéndome pensar con claridad. Ambos Tzimisce adelantaron sus respectivos caballos para acercarse hasta donde me hallaba. El resto de los jinetes vigilaban las lindes del camino o me observaban con extrema curiosidad. Un fugaz vistazo me sirvió para comprobar que todos ellos eran tan Cainitas como nosotros.
Recuperando la compostura, les di a los dos Tzimisce la bienvenida a mis Dominios y les ofrecí mi hospitalidad y buenos deseos como Príncipe de Alba Iulia. Mis palabras les causaron gran diversión, cosa que no ninguno de los dos trató de disimular en ningún momento. Myka Vykos preguntó con malicia por qué estaba cubierto de polvo y me miró con curiosidad cuando le respondí que había acabado con cuatro adoradores Cainitas de Kupala en una cueva cuyo techo acabó derrumbándose sobre nosotros. Por primera vez desde que lo conocía, pareció sinceramente sorprendido durante unos instantes, aunque luego recuperó su habitual confianza.
Dragomir no se sintió afectado en absoluto por mi bravata, sino que, mirándome con evidente disgusto, me explicó que habían venido expresamente a mi ciudad en busca de una reliquia de su familia, una obra llamada el Libro de la Tierra. Habían descubierto recientemente que se hallaba oculto en una antigua biblioteca secreta, escondida en algún lugar de los muros del castillo de Alba Iulia. Continuó diciendo que Vykos estaba convencido de que yo ya habría saqueado ese lugar hace tiempo. El hermano de Sherazhina terminó su relato exigiendo que debía entregarles inmediatamente el Libro de la Tierra o, de lo contrario, me apresarían en el acto y me forzarían a ser testigo de cómo sus hermanos de armas asolarían la ciudad, noche tras noche, hasta que diesen con el libro que buscaban; aunque por supuesto, lo peor llegaría después...
-No hace falta que lo amenaces, Dragomir, -intervino Myka Vykos. -Todos somos conscientes de lo que le ocurriría a él y a su preciado rebaño de mortales si provocase nuestro enojo. Escúchame bien, Dieter. Los Usurpadores contrajisteis en el pasado parte de una deuda con un Brujah llamado Dmitri. Bien, celebro que recuerdes su nombre. Dmitri me cedió gentilmente vuestra deuda hace dos años y ahora deseo que la redimas. Tráeme lo que hemos venido a buscar y estaremos en paz. Ya hemos jugado a esto antes y sabes que honraré nuestra vieja amistad. Tienes mi palabra, Dieter.
Dado que no tenía más opciones, me vi obligado a aceptar el acuerdo. Aunque les expliqué que cuando llegase a alba Iulia ya estaría amaneciendo. Si me dejaban uno de sus caballos, volvería a la ciudad y les devolvería lo que buscaban a la noche siguiente. Mis argumentos fueron razonables, pero aún así los dos Tzimisce se miraron mutuamente antes de responderme. Al final, Vykos consintió en mi petición e hizo un gesto a uno de sus "hermanos" para que me cediese su montura. El Cainita desmontó con agilidad del caballo y me entregó las riendas de mala gana con una mirada hosca en sus ojos. Una vez que me subí a la silla, Dragomir se despidió de mí diciendo que llevase el libro a la aldea de Partoç.
Asintiendo, forcé el caballo al galope alejándome todo lo rápido que pude de ellos, aunque sabía que sólo había ganado una ligera tregua entre nosotros. Pese a que Dragomir había señalado que el libro sólo era una vieja reliquia familiar, su empeño en conseguirlo, junto con el hecho de que Vykos estuviese dispuesto a invertir el favor de Dmitri en él, me hacían ver que lo que buscaban era extremadamente valioso y, aunque aún no lo tenía, había conseguido una noche para buscarlo.
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