miércoles, 19 de septiembre de 2012

C. DE T. 1 - 87: EL DOLOR DE LA PARTIDA


Las siguientes noches transcurrieron con una tranquilidad sobrecogedora. Las lluvias de las tormentas anteriores dejaron paso a días soleados y noches apacibles. En los campos de toda la región de Valaquia los campesinos comprobaron para su consternación que el mal tiempo había arruinado la mayor parte de las cosechas, lo que provocaría hambrunas y el aumento del precio de los alimentos en los próximos años. Por sugerencia mía, los comerciantes de Alba Iulia empezaron a comprar y almacenar cereal de otras regiones de Hungría e incluso de los reinos vecinos. Con sus reservas la ciudad se protegería de los peores efectos de las hambrunas y obtendría en el proceso generosos beneficios cuando comerciase con sus ciudades hermanas.

No obstante, sentí una gran angustia durante las siguientes noches, percibiendo toda la crueldad de la que podía hacer uso el Destino. Había apartado de mi lado a la única mujer por la que había sentido un afecto real para evitarle cualquier sufrimiento y, al hacer eso, había provocado involuntariamente que otro Cainita la convirtiese en uno de los nuestros. La ironía de aquella broma cósmica dejaba un regusto amargo en mi paladar y me volví loco al pensar en los padecimientos por los que ella habría pasado. ¿Quién habría sido el causante de su desgracia? Dragomir había dicho que era un Ventrue del linaje de los Arpad. Pero, ¿quién? Esa pregunta volvía una y otra vez a mi mente, como si al conocer su identidad pudiese salvar el alma de la joven que había conocido en Buda-Pest de la condenación eterna. ¿Fue el terrible Bulscu? ¿Vencel Rikard? ¿Su hermano Geza? Mi imaginación me mortificaba dejándola indefensa en las nauseabundas manos de Roland, esclavizada para toda la eternidad como dama de compañía de la Princesa Nova Arpad o destruida por la ardiente venganza de Dominico de Cartago. ¡Mi pobre Sherazhina! ¿Qué es lo que te han hecho? Te han quitado toda la vida y han condenado tu alma para convertirte en la parodia de un ser humano, para transformarte en un monstruo sediento de sangre, dolor y muerte. ¡Yo soy el culpable de tu desgracia!

En numerosas ocasiones, me tentó la idea de averiguar esas respuestas por medio de lord Sirme. Utilizándolo de intermediario, podría averiguar dónde se hallaba Sherazhina. Incluso podría ayudarme a rescatarla de las garras de su sire, quienquiera que fuese. Debía hacer algo para atajar toda aquella culpa. Sin embargo, cuando la tentación perdía su fuerza, me daba cuenta de las nefastas consecuencias que ocasionarían mis actos. Ella podía no desear que la rescatasen, ya fuera porque estuviese esclavizada al poder de los Juramentos de sangre o bien por su libre decisión, y esa duda derrumbaba todas mis fuerzas. Además, mis acciones podrían ponerla en peligro, tal vez incluso costarle la muerte definitiva si erraba en mis cálculos. Mi alma no podría soportar fallarle de esa forma. No, era mejor para todos que me olvidase de su recuerdo, liberándolo como un ave cautiva que se ve libre de la jaula que la impide volar.

Irena, la única de mis criados mortales que tenía permiso para entrar en mis aposentos, interrumpió una de aquellas noches mis pensamientos para comunicarme que un Cainita aguardaba en el vestíbulo de la capilla a que lo recibiese. Era Crish. ¿Qué se proponía ahora ese traidor? Sin duda, debía ser consciente de que sospechaba que era un adorador de Kupala. ¿Para qué deseaba entonces hablar conmigo? Le mandé a Irena que fuese a avisar a Lushkar y que mi aprendiz le comunicase a Crish que me vería con él en la posada del Gallo Dormido. Lushkar así lo hizo, pero trató de convencerme para que le permitiese acompañarme, aunque yo me negué. Uno de nosotros debía custodiar constantemente la capilla.

Sin perder el tiempo, me dirigí a la posada. Crish me estaba esperando, sentado en una mesa apartada de los mortales que tomaban los últimos tragos de cerveza antes de volver a sus lechos. Nuestra conversación estuvo cargada de tensión. Me hizo preguntas acerca de Alfredo, lord Sirme, Goratrix, la Casa Tremere y mis heridas. Parecía estar tanteándome e intentando obtener de mí información útil, pero carecía de la astucia y la sutileza que mi sire Jervais y Myca Vykos dominaban tan soberbiamente. Mientras respondía con evasivas a sus preguntas, me tentó la idea de convocar una Caza de Sangre contra él, mas era demasiado pronto. Estaba convencido de que Crish sería la llave que me conduciría al culto de Kupala si le permitiría sentirse seguro durante un tiempo prolongado. Finalmente, el Malkavian se despidió de mí y se marchó. Temiendo una trampa, o un nuevo intento de asesinato, subí al piso superior del Gallo Dormido y allí realicé el ritual del Paso Incorpóreo. Una vez que mi ser hubo perdido toda su materialidad, crucé las paredes del edificio y de las casas vecinas, hasta regresar a la seguridad mi capilla.

Esa misma noche mi chiquillo Gardanth volvió de su estancia en la abadía del hermano William. Vino a verme a mis aposentos para comunicarme que había hablado largo y tendido con el Capadocio. Esas conversaciones debieron haber sido de gran importancia para él, porque parecía más sereno que nunca. A continuación Gardanth me pidió permiso para emprender un largo viaje. Sus palabras no ocultaban el hecho de que no pretendía regresar jamás, ni tampoco deseaba volver a tener noticias del monstruo que lo había convertido en el ser maldito que ahora era. ¡Maldito fuera mil veces William! ¿Qué le había dicho? Le había enviado a mi chiquillo para que lo consolara, no para que lo convenciese de huir. ¿Es que Gardanth no entendía que se convertiría en un traidor para la Casa Tremere? Mi chiquillo me miró suplicante en silencio. Eso hizo que los gritos de mi Bestia Interior perdiesen sus fuerzas. Lo había condenado contra su voluntad, como le habría sucedido a Sherazhina. Por primera vez en mucho tiempo, me quedé mudo por la emoción... y luego lo dejé partir en busca de su destino. De este modo, tal vez mi chiquillo pudiese encontrar la paz que tanto ansiaba. Quizás así incluso yo pudiese realizar un acto bondadoso después de tanta maldad.

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