Anduve con cuidado por las calles de la ciudad, atento a la posible aparición de Lybusa o de una de las patrullas de los caballeros de San Juan. Por fortuna, logré eludir esas amenazas y encaminar mis pasos hacia el monasterio de Petri. Puede que Ardan por fin me hubiese comunicado las órdenes del Consejero Etrius, pero aún quedaban algunos cabos sueltos por arreglar antes de mi partida de Praga. Cuando revelase lo que sabía, pensaba, me iría de la ciudad con mis criados, pasase lo que pasase. Temblé ligeramente cuando subí por el camino de la colina bajo los numerosos árboles recordando a los hombres lobo que rondaban ahora en aquel lugar. Llegué incluso a escuchar un aullido lejano, pero tampoco sufrí ningún ataque de aquellos monstruos.
Una vez que alcancé la seguridad de los portones del monasterio, un monje de aspecto demacrado y pálido en exceso me guió a través de los corredores del edificio hasta que entramos en una pequeña capilla en la planta baja. Allí, Garinol y otros monjes presenciaban extasiados como un miembro de su comunidad se flagelaba la espalda con gran fervor usando un látigo de púas. Su rostro mostraba las señales del padecimiento, pero al mismo tiempo parecía sobrecogido por la devoción y el sacrificio. No podía verle la espalda, pero por el intenso olor a sangre intuí la eficacia con la que se había aplicado a su obra. El Capadocio no me vio entrar en el lugar, tan ocupado como estaba contemplando aquella ceremonia impía, pero se incorporó de su sillón de madera para acercarse al flagelante y recoger con un cáliz dorado todas las gotas de sangre que pudo recolectar de su espalda. Luego, dio gracias a Dios y bebió del cáliz como si fuese un auténtico sacramento. El flagelante dejó caer su látigo al suelo, cayendo de rodillas para orar devotamente, al igual que sus hermanos reunidos en la capilla. Después de unos minutos, Garinol reparó en mi presencia, por lo que bendijo al fiel y permitió que los otros monjes lo ayudasen a ponerse en pie y salir de la capilla para dejarnos conversar a solas.
Le hablé directamente y sin ceremonias. Le expliqué que había cumplido mi parte de nuestro acuerdo, al averiguar cuál había sido el destino de Mordecai ben Judá, confirmando sus sospechas de que estaba en las garras de Ardan. Así pues, deseaba que me devolviese a mis criados según lo acordado. No obstante, Garinol se negó a cumplir su parte, aduciendo que nuestro acuerdo fijaba que le ofrecería el paradero del rabino desaparecido y no simplemente la confirmación de sus sospechas. Él debió intuir fácilmente mi ira, pero no se sintió atemorizado en absoluto. Con calma, me explicó que el Barrio Judío estaba fuera de control y que deseaba que hallase a Mordecai durante las siguientes noches. El hecho de que en parte tuviese razón cuando decía que no había respetado el espíritu de nuestro acuerdo no apaciguó en absoluto el enfado que sentía en mi interior. Garinol presintió en ese momento algún conato de traición fraguándose por mi parte, y, de forma más cautelosa, me ofreció una recompensa adicional: una alianza política entre el Clan Capadocio y la Casa Tremere. Si rescataba al rabino Mordecai, el Capadocio usaría su influencia dentro de su clan para gestar alianzas de alto calado. Era una oferta muy tentadora, demasiado, pero también había demasiados problemas en el aire y yo tenía mis órdenes del Consejero Etrius. Decidí fingir mi claudicación, con la última condición de que liberase a mis criados o no cooperaría con él por más tiempo. Garinol sospechaba una traición, por supuesto, mas incluso él tuvo que claudicar, pidiéndome que los esperase en el claustro.
Mi espera duró una hora entera hasta que al fin dos monjes me trajeron a Lushkar, Derlush y Sana. ¿Qué les habían hecho? ¿Les habría dado órdenes secretas a través de la Dominación? Sin embargo, los tres parecían tener buena salud, por lo que debía suponer que se hallaban bien. Sin perder más tiempo, abandonamos los muros del monasterio de Petrin, alejándonos del camino principal para adentrarnos en las profundidades de la arboleda que cubría la colina sobre la que se alzaba el monasterio. De nada serviría abandonar Praga si a cambio los Lupinos nos atacaban por el camino, como desgraciadamente les había sucedido al fallecido Erud y a sus hombres. Yo sospechaba la razón que había impulsado a aquellas bestias a recorrer el camino desde Satles a Praga y luego a acechar en los alrededores de la colina de Petrin. Sana. Ella era la clave de ese misterio. No me importaba si esa niña indefensa compartía su sangre o si había sido mordida en el pasado por uno de ellos o si existía alguna otra razón incomprensible para mí. Ellos la querían y yo iba a entregársela o devolvérsela, según se mirase, intentando conseguir algún tipo de rescate en el proceso, por supuesto.
No pasó mucho tiempo hasta que un lobo enorme nos dio alcance y siguió nuestros pasos, olfateándonos desde lejos. Mis criados estaban muy nerviosos y Derlush se disponía a desenvainar su espada cuando le ordené que contuviese su mano. No importaba lo que vieran a partir de ese momento, les dije, debían ofrecer un aspecto pacífico y tranquilo, ya que me disponía a negociar con aquellos monstruos. Sana estaba nerviosa, pero no se asustó cuando vio al lobo, lo que confirmó todas mis sospechas. La llevaba entre mis brazos y la sostuve con cuidado, de forma que el Lupino percibiese que no estaba en un peligro inmediato. El lobo alzó sus fauces y emitió un largo aullido. Todos escuchamos los aullidos de respuesta.
No mucho después vinieron más lobos de pelaje negro, rodeándonos y soltando pequeños ladridos y gruñidos. Parecían muy amenazadores y coléricos, como si fuesen bestias presas de la rabia. En ese instante las dudas comenzaron a clavar sus espinas en lo acertado de mi decisión, pero ya no había vuelta atrás. El más grande de los lobos de aquella manada nos gruñó y avanzó, alzándose sobre sus cuartos traseros hasta adoptar una forma bídepa, semejante a un musculoso hombre primitivo de larga melena y vello por todo el cuerpo, sin mostrar ningún pudor por su desnudez. Intenté dirigirme a él en alemán y luego en húngaro para explicarle sin éxito que había salvado la vida de aquella niña en Satles y que se la devolvía sana y salva. Él emitió más gruñidos. Mi oído sobrenatural captó palabras entrecortadas en aquellos gruñidos. Impura. Mancillada. No. Sanguijuela. Matar. Después, volvió a gruñir, esta vez de forma mucho mucho más amenazadora aún que sus compañeros de manada e intentó golpear a Sana, aunque yo me interpuse entre ellos, recibiendo su golpe en el hombro. Aunque no me causó ninguna herida, a ella le hubiese abierto fatalmente el cráneo. De inmeditato, el Lupino cambió su forma física de nuevo, adoptando un aspecto medio humano y medio lobuno, que mostraba grandes fauces y afiladas garras. Se había agotado el tiempo de la diplomacia.
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