Tres figuras sombrías nos adentramos esa noche en el Barrio Judío, dispersándonos por las callejas en una frenética carrera por alcanzar la misma meta: la guarida del gólem. La criatura sintió nuestra presencia de inmediato y envió a los vecinos imbuidos de su aliento divino para que nos destruyesen sin demora. Pude verlos saliendo tranquilamente de sus casas, mirándome a los ojos con aquella mirada lejana que me inquietaba más que todos los malvados horrores que había visto desde que Jervais me tomó como su aprendiz. No obstante, los vecinos no hicieron nada por detener mi carrera. Simplemente me miraban y permanecían callados estudiándome como si fuese un curioso insecto antes de decidirse a aplastarlo. Sentí que los humores sanguíneos de mi cuerpo comenzaban a quemarme, pero no detuve mi carrera hasta que llegué a la casa del difunto rabino a pesar del intenso dolor que me provocó aquella brujería.
Por ahora, no me estaba esperando nadie, amigo o enemigo, junto a ella. Era una vivienda construida en piedra en la planta baja y con dos pisos más de madera por encima. Una única puerta daba paso a su interior, ya que sólo tenía ventanas y postigos en las plantas superiores. Me apresuré a comprobar si esa puerta no estaba cerrada con llave. Como sospechaba, no pude abrirla y parecía demasiado recia para echarla abajo sin ninguna ayuda, así que decidí ocultarme detrás de un tonel hasta que llegasen Josef y Ecaterina. Entretanto, ahora sí podía escuchar a los vecinos de las casas circundantes salir de sus hogares. Sin duda, el gólem estaba haciendo todo lo posible para que mis compañeros no pudiesen reunirse conmigo. Uno de los hijos de los vecinos, un muchacho esmirriado que debía tener mi edad cuando mi padre me vendió de niño, se separó de sus parientes y vino muy seguro en mi dirección. Por un instante, tuve la falsa esperanza de que no me vería, pero aquellas ilusiones desaparecieron rápidamente cuando el muchacho señaló en mi dirección y se puso a gritar a todo el mundo para advertirles de mi presencia.
Salí de mi escondite, agarrándome a las piedras de la fachada para trepar hacia arriba. Sin apartar los ojos de mi tarea, pude sentir los pasos apresurados de los vecinos que se acercaban a la casa. No me detuve, sino que obligué a mi sangre a que diese más fuerza a mis doloridos músculos para trepar con mayor rapidez. Por fin, alcancé uno de los ventanucos, forcé violentamente el postigo y entré en una sencilla habitación. Dos ancianos y un hombre adulto me observan despiertos. Apenas logré escuchar sus murmullos, pero era obvio que estaban realizando algún conjuro o embrujo. Sentí un intenso calor de nuevo y pude ver como surgían pequeñas bocanadas de humo de mi cuerpo. Con un alarido de puro terror, me arrojé contra la puerta, sacándola de su marco. Ahora estaba en un pasillo rectangular que miraba a un pequeño patio en el centro de la casa. Los habitantes del edificio abrieron más puertas para darme su calurosa bienvenida. Josef me había indicado que los aposentos del rabino estaban al final de aquel pasillo, pero no había ninguna puerta en ese extremo. ¿Habría errado en sus indicaciones o es que la puerta estaba protegida por algún embrujo que impidiese verla? ¿Y si, por el contrario, me había equivocado al buscar la casa, entrenando en otra distinta?
Aquellas preguntas reforzaron el terror que latía en mi interior, paralizándome de golpe sin saber que hacer, pero una nueva oleada de calor abrasador me proporcionó los incentivos necesarios para correr en aquella dirección. Fue entonces cuándo la vi. Mi aguda visión me permitió ver las piedras y la argamasa que cubrían desde hacía poco una sección de la pared donde debía estar el marco de la puerta. La habían tapiado. Con la sangre maldita de Caín alimentando mis músculos muertos, comencé a romper las piedras a golpes. Una vez que hice un agujero lo suficientemente grande para deslizarme por su interior, me introduje por él antes de que los vecinos volviesen a conjurar su temible magia sobre mí.
El interior de la habitación estaba ocupado por cofres de madera y por una figura que reposaba con serenidad sobre un pulcro jergón. El hombre era una versión físicamente más joven que su padre, salvo porque en su frente tenía inscritos varios signos cabalísticos. Sabiendo que apenas me quedaba tiempo para hacer otra cosa, desenvainé mi daga y me dispuse a hundir mi cuchillo en su frente, atravesando los signos que actuaban como foco de su magia. No obstante, no pude acercarme demasiado, ya que de inmediato sentí también el toque de la divinidad sobre la criatura. Era la misma sensación angustiosa y asfixiante que casi me había destruido en la aislada capilla a la que me había conducido el Capadocio Garinol para librarme de la maldición demoníaca de Kupala hacía ya escasas noches. En ese momento, la criatura abrió sus ojos. Su mirada no era la de un mortal, sino la del mismo Dios Todopoderoso condenándome por todos mis crímenes. No pude evitar retroceder varios pasos, pero mi voluntad logró que me sobrepusiese a aquella impresión y que adelantase unos pasos en su dirección. El joven no se movió ni hizo gesto alguno, sino que siguió juzgándome con su abrumadora mirada.
Siento el fuego de su fe, levanté a duras penas mi daga y hundí su filo contra su frente cuando la criatura iba a pronunciar algo. Su dolor me abrumó como una hormiga ante un torrente desbordado hasta que poco a poco todo cesó de golpe. El joven me miró desconcertado mientras se palpaba la frente buscando la herida cuya sangre manchaba su rostro sin comprender ni recordar nada en absoluto. Parecía haber recuperado su condición original como mortal. Por el contrario, yo me hallaba agotado y desfallecido, y tan hambriento que apenas tenía fuerzas para no ceder ante la Bestia Interior. Salí al patio a trompicones. Los habitantes de la casa me miraron con la misma confusión que el hijo del rabino y se preguntaban alarmados qué estaba pasando. No tenía tiempo que perder si quería evitar que la Bestia los masacrase allí mismo, así que trepé por una viga hasta alcanzar el tejado de la casa y salté de tejado en tejado para huir del Barrio Judío con el hambre atronando en las profundidades de mi alma.
Durante mi frenética huida, pude ver otra figura sombría corriendo por la calleja que tenía a mis pies en ese momento. Era Ecaterina. La llamé a grandes voces para que me esperase y salté al suelo para acercarme a ella. Mi propia voz traicionó mi estado. Ella lo percibió sin dificultad y se remangó la manga de su túnica para ofrecerme su muñeca, diciéndome que el hambre acabaría abrumándome antes de que pudiese volver al convento de Santa Ana. A pesar de la extrema debilidad que sentía en ese momento, no quería aceptar su oferta. ya que me dejaría en deuda con ella. Sin embargo, mi debilidad aumentaba las fuerzas de la Bestia Interior a cada momento que pasaba. De mala gana, accedí finalmente. Mis colmillos hirieron su pálida piel y bebí el fuerte icor de su sangre maldita hasta notar que recuperaba mis fuerzas de nuevo. Aquel simple acto de auxilio y necesidad nos unió íntimamente sin proponérnoslo y nos dejaría un recuerdo incómodo y extraño en el futuro.
Sin embargo, cuando levanté mi vista, sus misteriosos ojos enmarcados por el velo me miraron con intensidad y, luego, sin mencionar ni una palabra de lo que acaba de pasar, se apartó de mí y comenzó a caminar callada. Confuso, la imité en silencio y caminamos juntos hacia el jardín del convento de Santa Ana, donde nos estaría esperando Josef si había sobrevivido a la desaparición del gólem de Praga.
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