Nuestros pasos nos alejaron de Obuda para acercarnos a los muros de su vecina Buda. Los forasteros solían tener problemas para distinguir aquellas zonas urbanas, pensando que eran distritos diferentes de una misma ciudad. En realidad, la urbe que llamaban Buda-Pest estaba formada por tres ciudades, Buda, Obuda y Pest, que habían crecido lo suficiente para formar una sola región urbana. La primera era la hermana mayor de las tres, con sus lujosas casas señoriales y su impresionante castillo en la colina llamada Var-Hegy. La humilde Pest seguía defendiendo su independencia, hasta que la guerra llegaba a sus lindes, momento en que sus vecinos buscaban refugio en Buda. Siendo la hermana mediana, Obuda se resignaba a albergar los edificios solariegos de la baja nobleza, pero también el beneficioso Mercado de Ámbar, donde se vendían ámbar, pieles y perfumes venidos desde los principados de la Rus de Kiev. Todo ello creaba un sinfín de confusiones y malentendidos que agitaban la vida de los mortales locales y forasteros.
Mi última estancia en Buda-Pest había sido más bien breve y apenas había discurrido por las calles de Buda, mas la Consejera Therimna guió nuestro paseo con seguridad y experiencia. Un guardia nos permitió entrar por una de las robustas puertas de la muralla, cuyas piedras tenían incrustados trozos de metal ferroso. Los supersticiosos vecinos de Buda creían erróneamente que esas piezas de metal tenían el poder de alejar a los seres malignos de la ciudad. Sin sentir la más mínima inquietud, traspasamos la puerta y nos adentramos en el interior de las calles de Buda, subiendo las empinadas calles hasta alcanzar el castillo. Había muy pocas personas fuera de sus casas a aquellas horas de la noche y todos ellas trataban de terminar sus tareas pendientes sin llamar la atención.
Durante ese paseo, la Consejera Therimna no me dirigió ni una sola palabra y yo seguí gustoso su ejemplo mientras mi mente se hallaba sumida en un mar de dudas. ¿Por qué se iba a ausentar durante cinco noches la Consejera? ¿Por qué no me había hecho ninguna pregunta acerca de los mercenarios y criados que había traído conmigo desde Praga para reforzar las filas de nuestros siervos en Ceoris? ¿No era prioritario partir cuanto antes hacia la fortaleza central de nuestra Casa? ¿Había cometido un error al confiarle a la Consejera Therimna las nuevas que portaba? En aquel momento no hallé ninguna respuesta satisfactoria a tantas preguntas, por lo que tuve que centrarme en la tarea inmediata que nos ocupaba. Si debía adoptar el papel de un Cainita de otro linaje, decidí que tendría más posibilidades de que la farsa tuviese éxito si adoptaba la máscara de un bastardo del desorganizado clan Malkavian. Los miembros de este linaje, aquejados todos por la maldición de la locura en su sangre condenada, solían ser despreciados y evitados a toda costa por el resto de los Cainitas, lo cual me convenía en gran medida.
Por fin, alcanzamos nuestra meta, el castillo de Buda. Esta magnífica fortaleza tenía un voluminoso cuerpo central, con gruesas paredes de piedra y troneras por ventanas, y del que nacían dos alas, una orientada al norte y la otra al sur. Nosotros nos encaminamos directamente hacia la primera. Un siervo mortal nos abrió la puerta, aunque no requerimos más de sus servicios, ya que la Consejera Therimna parecía conocer fácilmente el camino que debíamos seguir por los pasillos y las salas del edificio. Finalmente, abrimos las puertas de una lujosa sala, adornada con caros tapices, una mesa y sillas de buena madera y un hombre esperando de pie junto a una chimenea apagada. Era un hombre joven, esbelto, delgado, facciones agraciadas, y de pelo corto y castaño. Vestía con unos ostentosos ropajes dignos de la más alta nobleza: una túnica de seda de color azul y bordada con cruces doradas, sobre la que llevaba una capa roja con bordes dorados e incrustaciones de piedras preciosas, botas bajas de cuero y elegantes anillos de oro y plata. Un gesto de sorpresa acudió al rostro del hombre, a todas luces un Cainita por la palidez de su piel, cuando nos vio entrar en la sala. Yo también lo reconocí en el acto, aunque pude ocultar mejor mis propias emociones. Era el mismo Cainita que años antes había intentado capturar a Sherazina cuando ella se había escapado del mercado de esclavos de Pest. El extraño recuperó rápidamente la compostura y nos ofreció una brillante sonrisa, mostrando sus dientes perfectos con una mueca feroz.
-Os recuerdo señor, aunque en su momento no fuimos debidamente presentados. Permitid que lo haga en esta ocasión.
Su voz mostraba un tono amistoso, aunque no me dejé engañar. Había conocido víboras con ojos más dulces y sinceros que los suyos. La Consejera Therimna también me miró con curiosidad. Por mi parte, me permanecí en silencio con la mirada perdida durante unos segundos. Luego, le respondí en búlgaro con un marcado acento bávaro que no lo recordaba porque mi memoria era frágil. La languidez de mis palabras hicieron mella en su seguridad y el extraño pareció dudar durante unos instantes. Sin embargo, volvió a sonreír para decirme que un rostro como el mío no era difícil de olvidar después de nuestro breve encuentro. Mi mano palpó lentamente la mitad de mi rostro mientras observaba con frialdad a mi interlocutor. Le respondí que tampoco recordaba mi rostro, pero que si deseaba darme a conocer quién era le prestaría atención.
Sin perder la sonrisa, el Cainita dijo pomposamente que se llamaba Roland, chiquillo de Otto, del clan Ventrue, y criado del gran Señor Bulscu. Afortunadamente no tuvo tiempo de recitar todos los demás títulos de los que se creía merecedor, ya que lo interrumpí para explicarle que yo también me llamaba Otto, que no recordaba el nombre de mi sire, pero que me había hablado muchas veces de nuestros hermanos dentro de la numerosa familia de Malkav. Roland perdió de nuevo su sonrisa al escuchar mis palabras, aunque no pareció creérselas del todo.
-En cualquier caso, me respondió con cautela, sabed que la noche que salvasteis a esa esclava yo me gané unos azotes por vuestra culpa.
Respondí que no recordaba nada de lo que decía y que lamentaba que mi memoria fuese tan frágil, pero la Luna también me llamaba con sus bellas canciones, aunque tampoco podía recordarlas. En ese momento, unos criados abrieron las otras puertas de la cámara interrumpiendo de golpe nuestra conversación.
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