jueves, 5 de julio de 2012

C. DE T. 1 - 37: LA CAPILLA DE ARDAN


Las aguas del Vltava me dieron una fría acogida, pero gracias a ellas logré introducirme en la ciudad sin ser visto y alcanzar las callejas de la Ciudad Vieja. Una patrulla de los caballeros de San Juan vigilaba aquellas calles, pero tuve buen cuidado de que sus pasos no se cruzasen con los míos. No pasó mucho tiempo hasta que reconocí la calle que había vislumbrado por medio de mi sire. Allí se alzaba también una casa modesta y en nada singular, de dos pisos y con un taller cerrado a aquellas horas de la noche. No se entreveía ninguna luz a través de los postigos. Al igual que la misma calle, la casa parecía estar en completa calma. Tras concentrar una vez más mis sentidos para asegurarme de que nadie vigilándome, entré en las reducido espacio cobijado por las sombras de dos casas vecinas y realicé el ritual taumatúrgico del Paso Incorpóreo. Una vez que mi cuerpo se hubo vuelto completamente inmaterial, me acerqué a una de las paredes del edificio y la traspasé sin ninguna resistencia.

Al otro lado me esperaban unas cocinas, con los fogones apagados. No había ninguna luz encendida que iluminase aquella estancia, pero pude percibir una puerta que la comunicaba con el resto de la casa, que parecía sumergida en un tenso silencio. Al forzar mis sentidos para escuchar mejor; perdí la concentración exigida por el ritual, pero a cambio pude percibir unos pasos pequeños, casi imperceptibles al otro lado de la puerta. Los pasos se alejaban unos segundos y regresaban a la misma velocidad pausada. Era imposible que fueran el sonido de las pisadas de un hombre adulto, sino que se parecían más bien a los que causaría un niño. Sin duda, era algún tipo de centinela haciendo guardia. Por el contrario, al otro lado de la pared no sentí ningún ruido y, en la planta de arriba, escuché numerosos ronquidos y respiraciones pesadas. Antes de seguir adentrándome en la casa, usé uno de los trapos de la cocina para coger y envolver uno de los cuchillos de carne sin que mis manos tocasen el metal, evitando así dejar por descuido mi impronta psíquica en él. Guardándolo con cuidado en mis ropajes, me dispuse también a concentrar mágicamente mi sangre para reducir las generaciones que me separaban de Caín. A continuación, volví a hacer el ritual del Paso Incorpóreo.

Al cruzar la pared contraria a donde escuché los pasos, me adentré en un taller de orfebre. Aquí tampoco había ninguna luz, pero pude reconocer las herramientas del oficio, unas pocas piezas sin terminar tumbadas sin orden en unos bancos de madera usados para ese trabajo y una chimenea sin ningún fuego encendido. El centinela que hacía guardia en lo que supuse que debía ser la entrada del edificio seguía sin percatarse de mi presencia. Despacio, me introduje en la chimenea y dejé que mi cuerpo inmaterial se hundiese bajo el suelo.

Alcancé así una pequeña celda con paredes de mampostería y una única pero robusta puerta de madera, bajo cuyo resplandor se podía apreciar el resplandor de la luz de las antorchas. El suelo estaba lleno de una liviana capa de paja seca, manchada por numerosos colores y que olía a sangre seca, orín y heces. No hizo falta que me esforzase mucho para distinguir esos mismos olores procedentes al otro lado de la puerta, además de oír una voz lastimera y algunas respiraciones débiles. No había duda de que me hallaba en los calabozos de la capilla. Quizás Mordecai ben Judá estuviese aquí o tal vez no. El rabino era un premio demasiado importante, así que dudaba que Ardan lo hubiese dejado encerrado junto a mortales sin ningún valor. Por tanto, tomé una decisión y, abandonando a su suerte a sus otras víctimas, volviendo a atravesar el suelo que había bajo mis pies.

Esta vez llegué a un túnel cavernoso, con paredes de piedra desnuda y cargado de humedad. Aquí y allá el suelo mostraba pequeños charcos de agua, junto con algunas diminutas colonias de hongos. Al no haber ninguna luz que me guiase, decidí seguir con cautela por el túnel que había a mi izquierda. Avancé una veintena de metros hasta que el túnel dio paso a una gran caverna, cuyo interior estaba envuelto en una ligera capa de niebla. Con algo de esfuerzo, pude apreciar otra puerta de madera al otro lado de la caverna sin perder la concentración; más aún, también descubrí la presencia de un ser que colgaba astutamente del techo rocoso por encima de la puerta. Anteriormente un ser humano, ahora parecía una masa de tejido cicatrizado, con dos juegos de tres brazos cosidos a la parte baja del tronco y con numerosos antebrazos y manos fijadas sobre el lomo. Aquel desgraciado había sido convertido por medio de la taumaturgia en una criatura a la que los magi de la Casa Tremere otorgaban el nombre de Hexápodo. Sin duda, aquel guardián atacaría inmediatamente a todo el que intentase cruzar la puerta que velaba. En mi forma espectral, el Hexápodo no me causaría ningún daño, pero los ruidos de la lucha pondrían sobre aviso a toda la capilla de mi intrusión. Decidí explorar el resto de la capilla antes de que nadie supiese de mi presencia allí.

Deshice mis pasos por el túnel y luego avancé por el otro extremo. Unos pocos pasos más adelante hallé unas escaleras de piedra que ascendían hasta dar a una trampilla de madera, que había sido protegida con salvaguardias y protecciones taumatúrgicas. Deduciendo que aquella trampilla debía conducir a las celdas de arriba, seguí avanzando por lo que restaba del túnel hasta que éste terminaba en una robusta puerta, que también había sido sido protegida con más protecciones mágicas. Una pequeña luz se filtraba bajo el resquicio de la puerta.A partir de ese punto, tendría que arriesgarme más si cabe. Tomé la decisión de cruzar la pared de roca, rodeando la puerta, entrar en uno de los flancos de la habitación caminando en una pequeña curva.

Así llegué a una sala llena de jarrones de cristal con trozos de carne en estanterías de madera, tinajas y herramientas por doquier, dos mesas con cadenas y poleas y una enorme chimenea encendida en la ardían unas antinaturales llamas verdes. Pero fue una de las mesas la que llamó rápidamente mi atención. Estaba ocupada por un hombre vivo, de avanzada edad, que permanecía desnudo y maniatado a las cadenas. Desde mi sitio, pude apreciar que le habían puesto una venda para taparle los ojos, que le habían cosido los labios y que le habían taponado los oídos con cera caliente. Además, su cuerpo mostraba numerosos cortes y quemaduras producidas hierros calientes. Su resplandeciente aura dorada me confirmó que era un practicante de la magia. Había hallado al desaparecido rabino Mordecai.

Sin embargo, antes de acercarme, tomé la precaución de buscar homúnculos espías o cualquier otra criatura que hubiese dejado aquí Ardan para custodiar a su posesión más valiosa. Efectivamente, había un homúnculo, semejante al que había visto en las cuadras en primer encuentro con Ardan, flotando dentro del líquido de una de las jarras. A primera vista parecía ser un trozo de carne fresca como los otros, pero en realidad su ojo de cristal no perdía de vista la mesa donde se hallaba preso Mordecai. Haciendo que mi cuerpo volviese a adoptar su forma física original, me acerqué con cuidado a la estantería por un ángulo ciego y luego arrojé la jarra que contenía al homúnculo al interior de la chimenea, lo que levantó una bocanada de llamas vivas en su interior.

Después me acerqué rápidamente a la mesa del rabino. Al observar su cuerpo desde cerca, comprobé en meros segundos que la gravedad del maltrato que había sufrido su cuerpo era tal que sería imposible que pudiese moverse sin ayuda. Si trataba de huir con él, los siervos de Ardan se nos echarían encima y no podría moverlo y defendernos al mismo tiempo. Lamentándolo sinceramente, empuñé el cuchillo que había robado en las cocinas sosteniéndolo con un trapo y, pidiéndole perdón al rabino aún sabiendo que no podría oírme por la cera que taponaba sus oídos, lo clavé en su cuello para darle una muerte rápida que pusiese fin a tantos padecimientos. Dejé clavada el arma homicida y retrocedí unos pasos, cuando me golpeó la  culpa por el crimen que había cometido.

Sin embargo, no había tiempo para el remordimiento ni las lamentaciones. La destrucción del espía habría alertado a Ardan. Comencé a dar los primeros pasos para realizar el ritual del Paso Incorpóreo por penúltima vez aquella noche cuando escuché voces al otro lado de la puerta. Habían descubierto mi intrusión. Traté de ignorar sus voces mientras seguía realizando el rito. Ya estaba cerca de culminarlo. Uno de los criados iba a abrir la puerta, pero el otro le avisó para que se apartase. Pude escuchar el ruido del cristal al romperse. A continuación, un enjambre de insectos minúsculos, del tamaño de una pulga, entró por la rendija de la puerta. Tuve que usar toda mi voluntad para seguir concentrado en el ritual. Los insectos avanzaron directamente hacia mí dando pequeños saltos que reducían cada vez más la distancia que nos separaba. La velocidad de los saltos del enjambre aumentó cuando presienten que estoy más cerca, avanzando con voracidad. Aterrado entonó las últimas sílabas de poder cuando los insectos daban sus últimas zancadas, convirtiéndome en inmaterial justo a tiempo para evitar que devorasen mi piel muerta. No perdí más tiempo. Crucé como un rayo la pared del taller y atravesé metros de piedra y tierra hasta salir por el otro extremo de la colina sobre la que se alzaba la Ciudad Vieja.

No hay comentarios:

Publicar un comentario