Nuestros caballos dejaron atrás rápidamente el campamento de los cíngaros. El hijo de Mordecai seguía inconsciente; de hecho, ni siquiera parecía tener pulso. Detuve en seco el caballo. Derlush hizo lo propio y miró alerta los edificios que nos rodeaban. Usé mi visión mística sobre el cuerpo que llevaba. Allí no había ninguna otra aura más que la del caballo y la mía. Entonces, la ilusión se deshizo y pude ver que mis manos aferraban un gran leño en lugar del cuerpo inconsciente del judío. ¡Malditos Ravnos! ¡Me habían vuelto a engañar! La Bestia desenroscó sus anillos en mi interior, gruñendo salvaje, pero logré mantenerla a raya haciendo acopio de mi voluntad. Derlush, que había escuchado mi gruñido furioso, me miraba con ojos temerosos. Ambos permanecimos en silencio unos instantes. Al final, le ordené que volviésemos a la posada a buscar refuerzos.
Volvimos al campamento de los cíngaros poco tiempo después. Hans, Friedich y Karl estaban deseando demostrarme su lealtad usando las habilidades que tan bien dominaban. Habían interpretado correctamente mi enfado y estaban dispuestos a vengar las afrentas, reales o imaginarias, que había sufrido su señor esa noche. Era una visión magnífica verlos pertrechados con sus armaduras y con las armas preparadas para el combate. Derlush, por su parte, llevaba su arco y su carcaj bien provisto de saetas.
Los cíngaros no habían permanecido ociosos desde nuestra partida. Habían colocado un círculo de antorchas encendidas alrededor de los carromatos y todos los hombres del campamento estaban bien despiertos, armados con cuchillos y otras pequeñas armas. Mis criados y yo no hicimos ningún esfuerzo por ocultarnos mientras nos acercamos a ellos. Una vez que estuvimos lo bastante cerca, desmonté del caballo y les dije a voces que esta sería la última oportunidad que tenían para evitar un derramamiento de sangre y que deseaba hablar con su líder de inmediato. Ellos se miraron nerviosos, mas el muchacho que había visto bajo el carromato camino hacia mí sin vacilar.
Era joven y desgarbado, de tez morena y ojos tan oscuros como su enmarañado cabello. Vestía las mismas ropas humildes que los suyos, pero caminaba con aire seguro y confiado. ¡Incluso estaba sonriendo, el muy bellaco! Le exigí que me devolviesen lo que me habían robado, pero él me respondió con firmeza que no se podía robar una persona.
-El judío parecía un prisionero, así que lo he liberado y ahora está bajo mi protección-, añadió pagado de sí mismo.
Sus palabras necias me enfurecieron. ¿No entendía lo que podría pasar esa noche? Intenté serenarme y hacerle entrar en razón. Le expliqué que si era el líder de su gente, tenía la responsabilidad de protegerla y cuidarla, evitando que sufriese ningún daño innecesario. Pude comprobar decepcionado que mi amenaza no le afectó en lo más mínimo. Dijo que su hermana había visto que el judío era poderoso y que estaba destinado a realizar grandes cosas, por lo que tenían que protegerlo. Aquella respuesta sólo parecía confirmar lo que había sospechado. Su hermana debía ser una hechicera mortal, una practicante de la verdadera magia, aunque obrase portentos menores debido la falta instrucción de maestros herméticos como los de la Casa Tremere. Sin embargo, aun así no sabía cuáles serían los límites de su poder y eso la convertía en una pieza peligrosa en aquella partida.
El Ravnos observó mis dudas y me preguntó con desparpajo cuáles eran mis intenciones respecto al judío. Le expliqué que era parte de una deuda contraída con su protector y que nuestro pacto consistía en que lo acompañaría a Buda-Pest y desde allí lo embarcaría en un navío con el que pudiese viajar hasta Constantinopla. Él sonrió al oír mis palabras, respondiéndome que el joven viajaría más rápido y seguro con ellos. Para mi gran irritación, hallé más verdad en sus palabras de la que sospechaba. Tras unos instantes de dura reflexión, le respondí que aceptaría que se marchase con ellos, siempre y cuando viese con mis propios ojos que estaba bien de salud y tomaba libremente aquella elección.
El Cainita se fue al carromato en el que habíamos entrado Derlush y yo hacía menos de una hora y permaneció allí unos instantes. Volvió acompañado del hijo de Mordecai, o al menos, de alguien que se le parecía. El judío retrocedió un paso cuando estuvo lo bastante cerca para reconocerme y se tocó instintivamente la cicatriz de su frente sin comprender del todo lo que estaba sucediendo. Por mi parte, percibí la incomodidad que me provocaba su verdadera fe, pero aun así usé mi visión mística para asegurarme de que realmente fuese él. Su aura era tan dorada y brillante como la primera vez que la había visto en Praga. Al menos esta vez no habían tratado de engañarme. Le expliqué al hijo de Mordecai que lo había raptado de Praga para sacarlo de la ciudad e impedir que sus enemigos lo esclavizasen. Si venía conmigo, le prometí que haría todo lo posible para que llegase sano y salvo a Constantinopla, donde podría tener una vida larga y provechosa. El judío negó despacio con la cabeza, incrédulo. Añadí que no estaría tan seguro con los cíngaros como conmigo y, mientras señalaba al muchacho burlón, le dije que también había un Cainita entre ellos. La sonrisa desapareció del rostro del Ravnos y, por el gesto que se le escapó al judío, deduje fácilmente que aún no le habían revelado ese secreto. Sin embargo, la respuesta del hijo de Mordecai fue decepcionante. Me respondió que al menos ellos no lo habían apresado, así que viajaría junto a su compañía hasta dondequiera que le llevase la voluntad de Jehova.
Pese a mi creciente enfado, me ceñí a lo acordado y acepté la decisión tomada libremente por el judío. Había hecho todo lo posible. No obstante, tuve unas últimas palabras de advertencia para el Ravnos, que esta vez me prestó más atención. Le sugerí sin reservas que nuestros caminos no debían volver a cruzarse nunca, pasase lo que pasase. Luego les di la espalda y volví con mis propios criados, que permanecieron en silencio para evitar convertirse en víctimas de mi furia. Pasé el resto de la noche dentro de mi carromato reflexionando sobre el libre albedrío y los defectos del alma humana. Si bien el Creador nos había creado a Su imagen y semejanza, no me cabía la menor duda de que, por alguna razón ignota, no nos había dotado también con Su sabiduría. Más tarde, antes de que los gallos cantasen la llegada del sol, me dispuse a descansar durante el día.
A la noche siguiente, decidí volver a mis deberes para con mi Casa. Derlush y yo visitamos el campamento de los mercenarios bávaros para cerciorarnos de que estos días hubiesen transcurrido con normalidad. El capitán, Erik Sigard, me habló de un suceso extraño. Me dijo que aquella misma mañana una joven cíngara, muy hermosa, había venido al campamento y había dejado un "obsequio" para mí. Era un extraño naipe con un dibujo gastado de un hombre con una mitra y una corona. Había oído hablar de ese tipo de naipes en algunos relatos de viajeros que volvían de Egipto y las tierras selyúcidas. Se suponía que ciertos profetas y videntes las usaban para que les ayudasen a traspasar los velos del tiempo. No estaba seguro del todo, pero supuse que el dibujo del naipe representaba a un hierofante o sumo sacerdote. Aquella carta hacía referencia a la tradición y la fe, pero al mismo tiempo, también podía significar la traducción de los secretos del futuro. Le di las gracias a Erik, que no se molestó en ocultar su extrañeza. Hice caso omiso de sus preguntas y, tras asegurarnos de que todo estaba en orden en el campamento, Derlush y yo volvimos al establo donde estaba mi carromato en Pest.
Allí usé mi visión mística sobre el naipe y comprobé que despedía una luz con chispas brillantes, lo que desvelaba que había energía mágica en aquel objeto. ¿Para qué me lo había regalado? ¿Para espiarme? ¿Como regalo sincero por haber dejado que el judío eligiese libremente su destino? ¿O había razones más ocultas que aún no era capaz de discernir? Demasiadas preguntas y pocas respuestas satisfactorias. Decidí quedarme el naipe para examinarlo con más detenimiento una vez que estuviese de vuelta en mi capilla en Balgrad. Antes del amanecer, desperté a Sana y comprobé sus progresos. Había aprendido nuevas palabras y parecía entenderme mejor lo que le decía. Satisfecho, dejé que descanse un poco más y dispuse todo lo necesario para descansar las horas del día siguiente.
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