lunes, 30 de julio de 2012

C. DE T. 1 - 52: IRENA


Cuando me desperté, todo estaba tranquilo. Pude oír con facilidad la respiración de Lushkar, que se volvía  cada noche imperceptiblemente más fuerte. Tras picar prudentemente en la puerta, Derlush entró en el interior para informarme de que el viaje había transcurrido con la esperada normalidad. Siguiendo mis instrucciones, había colocado al grupo de Budap-Pest, liderado por Paolos, a la cabeza de nuestra caravana, mientras que el grupo de Praga a las órdenes de Erik Siegard cerraba la marcha. Nuestro carromato y las provisiones que transportábamos viajaban entre ambos grupos. Derlush creía que en nuestra caravana podía haber fácilmente unas sesenta almas, entre espadas de alquiler, cocineros, criados y prostitutas.

Mi fiel criado también me contó que, antes de abandonar Pest, había comprado los servicios de una joven para que me acompañase durante las largas jornadas de viaje. Hice que la trajese y que nos dejase a solas. Derlush no había exagerado al describirla como "joven". Dudaba que la muchacha hubiese llegado a cumplir dieciséis años, aunque era agraciada y seguramente ya llamaba la atención de muchos mortales. Su trágica historia se me antojó previsible. Su nombre era Irena. Su madre había muerto al traerla al mundo y, cuando apenas tenía dos años, su padre había sido asesinado por un noble sin más motivo que haber tardado en apartarse de su camino, por lo que sus tíos paternos, que habían perdido a su único hijo por culpa de las fiebres de invierno, la acogieron y cuidaron de ella como si fuese de su propia sangre. Durante años, había convivido con ellos, trayendo agua a la casa, haciendo recados y ayudando a su tía a hacer modestos bordados para ganar unas pocas monedas más. Sin embargo, aquellos humildes trabajos apenas bastaban para ayudar a comer todos los días, por lo que poco tiempo después de que floreciese, la convencieron para que vendiese su cuerpo. Al principio, pocos hombres atendían sus insinuaciones, pero el último año había visto aumentar su número de clientes y de regalos. Sin embargo, ella estaba avergonzada y odiaba a sus tíos por haberla obligado a servir en semejante oficio, por lo que cuando escuchó a Derlush intentado convencer sin éxito a una mujer de la noche para que acompañase a su señor en un largo viaje, no había dudado ni un instante en ofrecerse ella misma. Ni siquiera quiso despedirse de sus tíos.

Su historia personal me conmovió. Ella era otra alma perdida en un mundo inmisericorde y cruel. Otra adecuada para unirse a nuestra familia. Por ahora, la necesitaba para nutrirme con su sangre durante el viaje, pero cuando hubiese finalizado mi misión, permitiría que volviese con nosotros a Balgrad. Usé mi Dominación para que no abandonase nuestro carromato a no ser que yo se lo ordenase y después probé el sabor de su sangre por primera vez. Tenía un gusto cálido y fuerte, propio de la juventud. Sólo bebí un poco, pero ella quedó exhausta y su frágil cuerpo quedó dormido mansamente sobre el jergón. La contemplé durante unos instantes con auténtica piedad. Otra alma perdida. En nuestra caravana había sesenta más y yo era el responsable de todas ellas.

Transcurrieron cinco noches, en las cuales el único suceso notable consistió en cruzar un riachuelo de escaso caudal. Viajábamos de día, acampando al atardecer en los lugares más seguros para ello. Habíamos dejado atrás los caminos principales y seguíamos sendas marcadas en mi mapa que nos alejaban de las aldeas y pueblos de las vecindades. Tres noches después, nuestra caravana llegó al encuentro del río Tisza, al que Plinio el Viejo se refería como Tisia o Tissus en su Historia Natural. Dos noches más, y al despertarme, pude ver en el exterior las cumbres de las primeras montañas. Hasta ahora, habíamos disfrutado de un viaje muy tranquilo. Hubo unas pocas peleas entre algunos hombres, cierto, pero ningún problema de cuya gravedad no pudiesen encargarse Erik y Paolos.

Desgraciadamente, la tragedia seguía bien de cerca nuestros pasos sin que lo supiésemos. A la noche siguiente, estaba consultando el mapa cuando escuché gritos en el exterior. Salí del carromato a toda prisa. Los gritos provenían de las últimas tiendas de nuestro campamento, incluso pude escuchar algunas maldiciones pronunciadas en lengua bávara. Cuando llegué al lugar del que procedían las voces, Erik Siegard había llegado antes que yo y trataba de contener a un grupo de sus hombres que observaban a una  figura que colgaba ahorcada bajo las ramas de un grueso árbol. El hombre tenía la carne de su cara derretida, ocultando sus ojos, nariz y boca. Reprimí un escalofrío. A todas luces parecía la obra de un Tzimisce.

Uno de los mercenarios lo bajó del árbol. La desfiguración de la cara de la víctima hacía imposible que nadie pudiese identificarla, pero supimos por sus ropajes que era uno de los nuestros. Pronto averiguamos que su nombre era Johann y que se había ausentado del campamento para orinar en el bosque. Nadie lo había vuelto a ver desde entonces; sus compañeros no dieron la alarma porque creían que estaría en compañía de alguna mujer. Erik me dirigió una mirada cargada de rencor y miedo. No pudo evitar preguntarse qué le había pasado a Johann. Intenté engañarle asegurándole que en esas montañas había numerosos ladrones y asesinos. Seguramente habían derramado aceite hirviendo por su cara antes de ahorcarlo. No obstante, Erik me respondió que había visto las marcas que dejaba el aceite hirviendo y que Johann no mostraba ninguna quemadura. Era un hombre muy perspicaz y sabía que iba a ocurrir algo terrible.

Ordené que diesen sepultada al cadáver y concerté una reunión con Derlush, Erik y Paolos. Les ordené que advirtiesen a sus hombres que bajo ninguna circunstancia debían alejarse solos ni desarmados de nuestra caravana. A partir de ese momento, viajaríamos tanto de día como de noche, sin acampar, para dejar atrás a cualquier grupo de bandidos que habitase por esos parajes. Una vez que me quedé de nuevo a solas en el carromato, maldije mi fortuna. ¡Malditos Tzimisce! Esperaba poder dejar atrás la amenaza, mas la muerte de Johann no presagiaba nada bueno para ninguno de nosotros.

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