miércoles, 30 de mayo de 2012

C. DE T. 1 - 9: LA HOSPITALIDAD DE UN DEMONIO


Tardamos una semana en llegar a Bistriz, que parecía más civilizada y ordenada que las comunidades por las que habíamos pasado ya, aunque lo que me impresionó verdaderamente de la ciudad fue su castillo y las líneas arquitectónicas que ostentaba. Esa fortaleza era la morada del Príncipe Radu. Mi compañero nos llevó directamente al baluarte y, una vez en su interior, me condujo por sus corredores con mucha confianza, por lo que no tuve ninguna duda de que Myca Vykos conocía muy bien este lugar. Nuestro anfitrión nos esperaba en una gran comedor, dominado por una enorme mesa de madera y numerosos tapices con escenas de cacerías y luchas sangrientas entre soldados. La apariencia de Radu me decepcionó por completo. Desde que me convertí en aprendiz del maestro Jervais, había escuchado múltiples historias de horror sobre los Tzimisce, la más conocida de todas era su poder sobrenatural para moldear la carne propia o ajena hasta adoptar aspectos monstruosos que fusionaban carne, cartílago y hueso en una amalgama caótica y feroz. El Príncipe Radu no encajaba en ninguno de esos moldes. Delgado y de estatura media, parecía incluso débil físicamente. Tenía el pelo corto y de un color rubio aguado y unos ojos semejantes a las mismas profundidades del Danubio. Únicamente sus ropajes ofrecían una pequeña muestra de su poder e influencia.

El Príncipe parecía ser buen amigo de Myca Vykos y lo trató con extrema cordialidad, incluso para compañeros de un mismo clan. También a mí me brindó un trato privilegiado, por lo que deduje rápidamente que, para mi gran fortuna, debía desconocer mi linaje. De nuevo, Radu demostró ser todo lo contrario a la imagen que me había hecho de los Cainitas de su clan. ¿Me había convertido en una inesperada víctima de la propaganda de mi Casa? Era pronto para decirlo. Sin embargo, todo aquel recibimiento podía ser una elaborada farsa. En cualquier caso, debía observar con atención y aprender todo lo que pudiese. El Príncipe se interesó por mi viaje y me "ofreció" parte de su séquito para escoltarme por sus tierras, sin que yo pudiese encontrar una negativa cortés que ahuyentase cualquier sospecha sobre mí. Llegado el momento, ambos Tzimisce quisieron tratar sus asuntos en privado y el propio Radu me acompañó hasta mis aposentos.

En aquella cámara, temí toda clase de traiciones. Me imaginaba a los retorcidos criados del Tzimisce echando abajo la puerta y sacando a rastras mi cuerpo para que se consumiese bajo la luz del día o para encerrarlo en los calabozos a la espera de los peores tormentos que me pudiera imaginar. ¿Qué podía hacer? Disponía de ciertos conocimientos en rituales taumatúrgicos defensivos, pero si los utilizaba mi anfitrión descubriría mi engaño si no lo había hecho ya. Además, razoné, me hallaba en el interior de un baluarte lleno de lacayos y guerreros del enemigo; por tanto, cualquier intento de fuga o de resistencia estaba condenado al fracaso más estrepitoso. No, pensé, debía llevar esta mascarada hasta el final y rezar porque Myca Vikos no revelase mi secreto. Él sería la llave de mi salvación o de mi condena.

Sólo había transcurrido una pequeña parte de la noche cuando llamó a mi puerta una joven doncella, enviada por mi anfitrión para alimentarme de ella. Su belleza era delicada, una hermosura sin parangón realzada por finas sedas que acentuaban las curvas de su piel y de su juventud. La fragancia de su perfume hizo volar mi imaginación hacia lugares exóticos más allá de los reinos cristianos en Tierra Santa. No pude resistirme después de tantos meses controlando mis apetitos y alimentándome con tanta moderación. Nos acomodamos en el lecho y paseé mis dedos por su fino cuello, acariciándolo y apartando con delicadeza sus dorados mechones. Ella gimió con anticipación, deseando impaciente lo que iba a acontecer. Despacio, besé con suavidad su piel cálida y hundí con dulzura mis colmillos en su tierna carne. El calor de su sangre fue una recompensa magnífica. Sus gemidos fueron ganando intensidad como el crepitar de las olas del mar. Su pequeño corazón batió fuerte y joven al ritmo de mi ansia, hasta que tuve que abstenerme de continuar bebiendo por temor a lastimar el bello presente de mi anfitrión. Lamí la herida que habían provocado mis colmillos y la carne se cerró sin dejar marca alguna. Satisfechos ambos, permanecimos tumbados en el lecho un buen tiempo, en el que ella se durmió apoyada en mi frío pecho. La contemplé seguro de que jamás volvería a verla y, cuando noté que mis fuerzas se debilitaban, señal de que el sol volvía a ocupar su lugar en el firmamento, la desperté para que me dejase solo. Lo hice avergonzado para que no me viese dormir como un monstruo, del único modo en que lo hacen los descendientes de Caín.

A la noche siguiente, me desperté sobresaltado. Me hallaba en los mismos aposentos, sin daño ni perjuicio alguno. Por ahora, parecía que nadie había descubierto el engaño. Un criado llamó a la puerta y me condujo al patio de armas. Allí me esperaban el Príncipe Radu, los soldados que iba a cederme para mi protección en las tierras salvajes y mis sirvientes. Me tranquilizó comprobar que Lushkar y Derlush se encontraban bien. Los consideraba unos compañeros muy queridos y me hubiese provocado un gran dolor si los sirvientes del Tzimisce les hubieran hecho algo. Radu también me presentó a su chiquillo Yulásh, que también me acompañaría durante mi viaje.Tenía un porte fornido y noble, mas no pudo ocultar años de fría arrogancia en su mirada. Llevaba puesta una armadura completa de caballero con tanta naturalidad como si fuese una segunda piel. Apenas nos dirigimos unas pocas palabras que confirmaron nuestra mutua antipatía. En ese momento eché en falta la ausencia de Myca Vykos, pero mi anfitrión me comunicó que mi nuevo aliado debía finalizar unas delicadas negociaciones y que no podría despedirse personalmente de mí. Así pues, tras las adecuadas formalidades de despedida, emprendimos nuestro viaje de nuevo. Ni por asomo dudé en ningún momento que las siguientes noches estarían plagadas de peligros.


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