martes, 2 de octubre de 2012

C. DE T. 1 - 96: LA CAÍDA DE MITRU


En esos tiempos de guerra y muerte, un mensajero nocturno vino a mi capilla, trayendo consigo una misiva completamente inesperada a mi nombre, y esperó en la habitación de huéspedes hasta que le dí una contestación. El sello de la carta tenía la heráldica de los Basarab, a la que pertenecían muchas nobles familias de Transilvania. Su contenido me conmovió más allá de lo que pueden describir las meras palabras. Cuando terminé de leerla por primera vez, temí que fuese una trampa enviada por mis enemigos. No obstante, al volver a leerla descubrí en ella recuerdos que sólo podríamos compartir esa persona y yo. Confieso que por primera vez en siglos los nervios amenazaban con superar el control de mis actos. Emociones que creía perdidas volvieron a crecer en mi interior, llenando de pasión la gélida mortaja que había cubierto mi alma para sobrevivir a las duras decisiones que había tomado durante todos aquellos años. Tras muchas vacilaciones y dudas, decidí escribir una respuesta de tono comedido y dejando entrever disimuladamente algunas referencias pasadas. Si las respuestas eran correctas, tendría la certeza de comunicarme con la persona que me escribía y luego, entonces... no sabría qué hacer a continuación. Sentía que la nuevas esperanzas formaban un remolino invisible bajo mis pies, pero no sabía si dejarme arrastrar por esa corriente o nadar tan lejos como pudiese. ¿De verdad era ella quien me había escrito? Por ahora no había forma de saberlo. En cualquier caso, existen cosas que no deberían ponerse nunca por escrito; así pues, he decidido no mencionar nunca más ni su nombre ni estas cartas en este diario para no exponernos a peligros innecesarios.

En el agitado mundo de la política mortal, la guerra siguió siendo la protagonista absoluta. Tras la muerte del sultán otomano Murad I en la batalla de Kosovo, ascendió al poder Bayaceto, al que los propios turcos llamaron Beyacid I, que centró sus primeros esfuerzos bélicos en ampliar las conquistas de su padre en Asia Menor. Sin embargo, los reinos cristianos orientales volvieron a llamar pronto su atención. En el año 1.397 de nuestra era, sus ejércitos derrotaron a las fuerzas cruzadas lideradas por el rey Segismundo de Hungría en la batalla de Nicópolis, aunque no pudo disfrutar demasiado tiempo de su éxito. El rey de Valaquia, Mircea I, había reforzado las fortalezas meridionales y estaba preparado para el siguiente embate de los turcos contra sus tierras. Una expedición militar enviada por un confiado Bayaceto fue derrotada en la batalla de Rovine. No obstante, el sultán otomano se resarció de aquella derrota conquistando en Grecia la antigua ciudad de Atenas.

Ese mismo año, Morke nos contó una importante noticia durante una reunión de los Cainitas de Alba Iulia. Según sus propias palabras, Mitru había abandonado para siempre la ciudad de Napoca, llamada  en el pasado Klausenburg por los colonos germanos, que había reclamado como su Dominio exclusivo durante todos esos años. El Príncipe salvaje de Napoca había perdido a los pocos partidarios que tenía dentro de su propio clan. Muchos Gangrel lo culpaban por no haber hecho frente a la Horda de Oro y su propio sire, Arnulf, lo perseguía sin descanso. Se decía que incluso los antiguos aliados Tzimisce de Mitru lo habían abandonado a su propia suerte. Sin duda aquella era buena noticia. Un enemigo menos del que preocuparse.

En el año 1.400, Mircea I volvió a derrotar una nueva expedición otomana que intentaba conquistar las tierras del reino. Su "ejército grande", formado por nobles y ciudadanos o campesinos libres ganó fama y renombre por su defensa de la libertad de Valaquia. Mientras Mircea I salvaba su reino, el monarca Segismundo de Hungría hacía frente a sus propios problemas. Los nobles de su reino se rebelaron en dos cruentas guerras civiles para derrocarlo durante los años 1.401 y 1.403, aunque logró salir victorioso en ambos levantamientos.

Durante esos años, también tuvimos noticias de un pueblo nómada que huía de la invasión otomana, extendiéndose por todos los parajes de los reinos cristianos orientales. Un grupo de estos egiptanos o cíngaros montó su campamento en las afueras de Alba Iulia. Yo los recordaba muy bien de los tiempos de mi último viaje a Buda-Pest, al igual que recordaba también a los odiosos Cainitas Ravnos que consideraban a los cíngaros su rebaño particular y seguían a esos mortales a todas partes. No queriendo tener que sufrir la presencia de Ravnos en Alba Iulia, me presenté en el campamento de los cíngaros, mostrándome como uno de los terribles vampyr de sus historias y les exigí que se fuesen inmediatamente de la ciudad o, de lo contrario, envidiarían el destino de los muertos. Los aterrados cíngaros huyeron al día siguiente. Estaba seguro de que correrían la voz entre los suyos. "Alba Iulia no es segura", dirían aterrados. Pese a que no podía evitar sentir lástima por las desgracias a las que debían enfrentarse esos mortales nómadas, tampoco estaba dispuesto a tolerar bajo ningún concepto la presencia de ningún Ravnos en mis dominios.

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