miércoles, 3 de octubre de 2012

C. DE T. 1 - 97: IVÁN


Los primeros años del siglo XV prometían ser tan confusos como los cien anteriores. Morke nos trajo nuevas noticias de los territorios vecinos. A pesar de la vaguedad de los rumores, supimos que muchos Cainitas se habían rebelado contra el legítimo poder de sus sires. Incluso se llegaba a decir que esta rebelión había emponzoñado al mismo clan Lasombra. Parecía que no era un fenómeno aislado, sino uno que se había extendido de un extremo a otro de los reinos cristianos, aunque la vaguedad de las noticias que llegaban a nuestra ciudad nos impedía discernir la verdad de la mentira. Curiosamente, mi sire Jervais no me comunicó ninguna novedad a este respecto en sus escritos, lo que alentó más si cabe mi paranoia. En cualquier caso, el culto de Kupala ya era una amenaza suficientemente grande para que además tuviésemos que preocuparnos por esa chusma rebelde.

En el año 1.408 de nuestra era, el rey Segismundo de Hungría y Croacia creó una orden de caballería seglar conocida como la Orden del Dragón. Formada por el rey, príncipes y nobles de toda clase, la Orden tenía como símbolos la cruz roja de San Jorge y un dragón uróboros, que simbolizaba la eternidad.  Los objetivos de la Orden se resumían en defender la causa de los monarcas húngaros y derrotar a los enemigos del catolicismo, ya fuesen herejes ortodoxos, pérfidos musulmanes u otras religiones paganas. Dicha orden militar tuvo una gran influencia no sólo en el reino de Hungría, sino también en los reinos vecinos y en la propia Valaquia.

Cinco años después, en 1.413, llegó a mi capilla un Cainita que solicitaba verme para entregarme una misiva del hermano William Arkestone. Aunque puede que hubiese sido joven, la palidez mortecina de su piel y su pelo alicaído sin color le hacían parecer mucho más viejo. Además de su delgadez antinatural, tenía los pómulos hundidos, grandes ojeras y los labios y las uñas de un malsano color azulado. Sin duda era un Capadocio. Finalmente, vestía con una simple y ajada túnica parda, sin más adornos que una sencilla cruz de madera que colgaba de su cuello y una cuerda de esparto a modo de cinturón.

Al abrir la carta del hermano William, comprobé en efecto que había sido escrita de su puño y letra. Mi viejo amigo me decía en ella que presentía que se avecinaba una terrible catástrofe contra el clan Capadocio y, aunque no temía a la muerte, seguía diciendo, había hecho planes para sobrevivir a esa calamidad. Fingiría su  propia destrucción dejando pistas falsas que apuntaban a un ataque de los adoradores de Kupala que habría terminado fatalmente con el incendio de su amada abadía y la muerte de casi todos sus seguidores mortales. Tales sucesos estarían ocurriendo en ese mismo momento, mientras me hallaba leyendo su misiva. A continuación, se ocultaría para caer en Letargo en algún lugar remoto y secreto. Mi viejo amigo creía que si permanecía oculto unos cuantos siglos, podría escapar del siniestro destino que les aguardaba a sus compañeros del clan Capadocio. El hermano William me aseguraba que había depositado una gran confianza en mí, pues era la única persona en la faz de la tierra a la que había confiado sus planes. Sus últimas palabras de despedida incluían un ruego: que cuidase del mensajero que me traía su última carta, ya que era el último chiquillo que había creado y, tras años de instrucción, consideraba que estaba listo para ocupar el puesto de Senescal a mi servicio.

A pesar de haber leído la carta, mantuve la mirada en ella durante unos instantes más para poner en orden mis ideas. Estaba demasiado sorprendido para pensar con claridad. Si era cierto que se avecinaba un desastre que extinguiría el linaje de los Capadocios, ¿por qué el hermano William no me había contado nada  acerca de sus sospechas? En este asunto había demasiadas incógnitas, que debía conocer. Alcé la mirada para mirar al joven Cainita. Le pregunté su nombre. Con voz serena y tranquila, me respondió que había adoptado el nombre de Iván desde su segunda muerte. Su respuesta me sorprendió, pero permanecí en silencio. Puse una de las esquinas de la carta bajo la llama de una vela y la quemé hasta que no quedaron más que cenizas de la misiva. Luego, volví a encararme con Iván. Le mentí diciendo que su sire me informaba que deseaba abandonar voluntariamente su puesto de Senescal en la Corte de Alba Iulia para consagrarse por entero a sus estudios y que esperaba que él, su amado chiquillo, lo reemplazase. Le expliqué a Iván que ese era un puesto de gran confianza y responsabilidad y le pregunté sin sutilezas si se creía preparado para desempeñar tan noble cargo. Por supuesto, Iván me respondió afirmativamente.

Mirando por última vez las cenizas dejadas por la carta, le concedí dicho puesto y, por último, hice que dos ghouls armados lo escoltasen de regreso a la abadía. Cuando el joven Capadocio se marchó, esperé pacientemente. Una o dos horas antes del amanecer, Iván y mis ghouls volvieron a presentarse ante mí. Agitados, me comunicaron que alguien había asesinado a los monjes de la abadía y prendido fuego al edificio. Iván estaba visiblemente afectado por la más que posible destrucción de su creador. Interpretando mi papel, le expliqué que probablemente ese abyecto crimen hubiese sido perpetrado por los adoradores de Kupala, pero que no permitiría que quedase sin castigo. Le ofrecí descansar en mi capilla durante las horas del día siempre que lo necesitase, pero él rechazó mi oferta con educación, temiendo quizás quedarse en deuda conmigo y me respondió que buscaría un refugio propio en la ciudad mientras aún tuviese tiempo. Mientras Iván se marchaba de mi capilla por segunda vez en esa noche, escribí a lord Sirme para comunicarle el ataque a la abadía y la "destrucción" del hermano William. Fingí que estaba convencido de que el culto de Kupala era el responsable y le exigí aparentemente furioso que Morke y él diesen de una vez por todas con el escondite de los infernalistas de una vez por todas. Por último, también le informé que Iván sería el nuevo Senescal de Alba Iulia.

Poco antes del amanecer, tuve una reunión con Eidna y Lushkar para contarles las mismas mentiras que le había explicado a lord Sirme. Mis dos aprendices se sorprendieron por el rumbo que tomaban los hechos, pero calmé sus temores asegurándoles que a pesar de que los campos no eran seguros, la ciudad en sí misma todavía lo era. Luego, les dí permiso para que se retirasen. En mi interior, me dolía tener que engañar de ese modo a Lushkar, pero estaba convencido de que el secreto del hermano William sólo seguiría siéndolo si se reducía al máximo el número de las personas que lo conocían.

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