jueves, 25 de octubre de 2012

FARUQ (1 - 1)


Vancouver, Columbia Británica
12 de febrero de 1992

Faruq apartó las mantas y se sentó sobre la cama. Sin hacer el menor ruido, dio unos pasos vacilantes con los pies descalzos sobre la moqueta hasta que llegó a la ventana y apartó las pesadas cortinas. La luz de la luna le dio la bienvenida con sus pálidos rayos. Durante unos instantes el joven se quedó embelesado mirándola desde su ventana. Desde hacía unos meses se sentía  totalmente fascinado por ella, incluso soñaba con ella, hasta el punto de que preguntarse varias veces si se estaba volviendo loco. Richard Rosenfeld, se lo preguntaba a menudo en voz alta cuando le quería gastar un broma, pero Faruq empezaba a sospechar que tal vez tuviese razón. Intuía que su obsesión secreta podía no ser normal.

Al final, dejó de contemplar esa perla que colgaba sobre el cielo negro. Se acercó a la silla donde tenía preparada su ropa y se cambió lo más rápido que se atrevió a esas horas de la noche. Primero los pantalones de invierno, luego la camiseta negra sin estampados ni ninguna de esas "mariconadas"y finalmente cogió el jersey de color beige. Se calzó las botas que le habían regalado sus últimos padres de acogida bajo la luz plateada y luego recogió su mochila. La había cargado con toda la ropa que creía que iba a necesitar durante su viaje: un par de mudas limpias, su vieja camiseta de Deep Purple, un pantalón de deportes de repuesto, una navaja suiza, una brújula,  un mapa del estado de la Columbia Británica y todas las monedas y billetes que había ahorrado desde que había llegado a la casa de los Rosenfeld.

Luego, se acercó a la puerta y, nervioso, la abrió despacio. Podía oír la televisión perfectamente, con la voz chillona de un telepredicador de los que tanto le gustaban a Doris, su nueva madre de acogida, lanzando su habitual discurso de odio y condena hacia todo lo diferente que no fuera Cristo. Este era el momento crucial.  Doris padecía insomnio, por lo que se pasaba la mayor parte de las noches despierta, mirando estúpidamente la pantalla del televisor y compartiendo sus ideas con los presentadores de los concursos y la teletienda. Si oía la puerta, la aventura de Faruq habría terminado incluso antes de haber podido salir de casa. El joven esperó un minuto en silencio y luego otro. Nada.

Aliviado, echó un último vistazo a su habitación. El edredón con dibujos de barcos piratas permanecía enredado sobre la cama. A su lado, un ordenador gris de IBM descansaba sobre un mesa de escritorio vacía, sobre la cual se alzaban unas estanterías llenas de maquetas de dinosaurios, diccionarios y libros de estudios usados. Al otro lado de la ventana había un armario enorme, ocupado en su mayor parte por abrigos y otras prendas de vestir de Doris Rosenfeld. Aunque era un sitio confortable y caliente, Faruq sabía que no era su verdadero hogar, por lo que dejó arrimada la puerta sin sentir duda o culpabilidad alguna por intentar fugarse.

A continuación, cruzó el pasillo hasta llegar a las escaleras, que estaban iluminadas por la luz del televisor del salón. Bajó cada peldaño silenciosamente. Más de una vez le sobresaltó la voz de Doris susurrando "amen" desde el otro lado de su sofá de cuero, pero el muchacho no hizo ningún ruido y pudo llegar a sin contratiempos abajo. Después, retrocedió por un corto pasillo que lo condujo a la cocina. Un espejo mostró su reflejo durante unos segundos. De complexión delgada y esbelta, Faruq no era precisamente alto, ni siquiera llegaba a la media, pero tenía un rostro agraciado, joven y moreno. Sus ojos eran de color avellana y su pelo era rebelde y negro como la noche. A Faruq le gustaba llevarlo largo, aunque sin rozar los hombros, de modo que podía anudarlo en una pequeña coleta cuando le molestaba. Él creía que llevar el pelo así le hacía parecer un tipo duro, a pesar de que se había dado cuenta de que aquello no lograba impresionar mucho a sus compañeras de clase. Ahora ya no importaba. Tampoco pensaba volver a ese instituto.

Entró en la cocina, se hizo unos sándwiches de panceta y queso y cogió un par de latas de refresco. Luego, abrió con sumo cuidado la puerta de atrás. Al abrirla, notó enseguida el frío de la noche en su cara y sus manos. Ignorándolo, cerró la puerta con sumo cuidado y caminó por el jardín como una sombra furtiva hasta que llegó a una de las calles principales de aquella mediocre y monótona urbanización de casas de clase media.

En ese momento, Faruq tenía 16 años. Él no lo sospechaba, pero su vida no volvería a ser igual. Mientras se alejaba rápidamente de la casa de los Rosenfeld, una figura que había permanecido oculta detrás de un seto de uno de los jardines vecinos, salió de su escondite cuando el muchacho llegó a la carretera principal y le siguió a cierta distancia.

- . -

Después de media hora caminando, llegó a la marquesina situada en la parada del autobús. Aún faltaba más de una hora para que llegase el primero de la madrugada, pero comprobó de todas formas los horarios y luego, aburrido, se sentó con cuidado en el banco metálico de la marquesina. "¡Joder! ¡Está congelado!", pensó. Aun así permaneció allí sentado, esperando al autobús que lo sacaría de Vancouver y que le llevaría a buscar a su verdadera madre. No sabía dónde estaba ni cómo iba a encontrarla, pero estaba decidido a verla y hablar con ella. Confiaba que de entre todas las personas que había en el mundo, su madre supiese explicarle si, como sospechaba, se estaba volviendo loco o si, por el contrario, era víctima de algún tipo de maldición familiar. No es que él diese mucho crédito a todo ese rollo de las maldiciones y las enfermedades heredadas, pero creía que para hallar respuestas tendría que picar en todas las puertas posibles.

Una mujer se acercó despacio a la marquesina. Faruq no la perdió de vista. Tendría unos 35 años, calculó a ojo. De baja estatura y cuerpo delgado, tenía un rostro amplio y abierto, enmarcado por una larga y lacia cabellera de color oscuro. Iba vestida con un abrigo de invierno largo y gris que cubría la mayor parte de su cuerpo, llevaba un pañuelo verde claro con flecos rojos anudado al cuello y calzaba unas botas de montaña de aspecto muy resistente. La mujer se sentó despacio a su lado en el banco mientras le regalaba una sonrisa contagiosa. Faruq nunca había conocido a una mujer tan guapa en su vida, pero no iba a desaprovechar esa oportunidad para hacerlo.

-Me llamo Cathy Saynesbury-, se adelantó ella con otra sonrisa traviesa en su rostro. Sus ojos grises parecían brillar con vida propia bajo la luz de las farolas de la calle.

-Yo soy Faruq-, respondió él intentando parecer un tipo duro y no el joven nervioso e inquieto que era realmente.

-Faruq... ¿solo Faruq?

-Es una historia complicada... He tenido muchos apellidos, aunque solo uno es verdaderamente mío. Para que no te hagas un lío, dejémoslo simplemente en Faruq.

-Como prefieras-, respondió ella comprensiva. Dejó de devolverle la mirada durante unos segundos para observar los dos extremos de la calle. -Oye, ¿no deberías estar en tu casa a estas horas de la noche?

-¿Para qué?-, preguntó con picardía.- Me gusta viajar de noche. Así puedo conocer a personas interesantes, como tú.

Una furgoneta que circulaba por la calle eligió ese momento para detenerse junto a la marquesina, cortando de golpe su conversación. Era una vieja Volkswagen t1, la típica que usaban los hippies en los años 60, con dos sucias bandas de colores verde aguado y blanco, pero sin adornos en el salpicadero. La conducía una mujer de aspecto varonil, lucía un pelo rubio muy corto y camiseta de tirantes a pesar del frío que hacía esa noche. El hombre sentado a su lado, abrió la puerta y se bajó del vehículo. Era alto y fuerte, pero tenía una de esas caras agradables que transmitían buen rollo. Tenía el pelo oscuro, con ralla al medio y cayéndole hasta los hombros, una barba recortada y un elegante bigote. Iba vestido con una gruesa sudadera verde, que mostraba un estampado estilizado de una hoja de marihuana, pantalones de pana y zapatos.

-Me temo que vas a conocer a muchas personas interesantes esta noche,- bromeó Cathy.

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