jueves, 2 de agosto de 2012

C. DE T. 1 - 55: LA ATALAYA


Cuando me desperté a la noche siguiente, comprobé con satisfacción que no habíamos recibido más ataques. Mientras dormían sus amos Tzimisce dormían durante las horas del día, los monstruos que nos perseguían no eran capaces de organizarse ni de rastrear adecuadamente el terreno para localizarnos. La idea de viajar de día y escondernos de noche en los bosques había sido un gran acierto. Aun así, nuestra situación era extremadamente apurada. Carecíamos de provisiones, que transportábamos en los carros destruidos en la emboscada, y los mortales habían agotado rápidamente los escasos alimentos que nos quedaban. Derlush se había alejado para cazar al mediodía sin alejarse demasiado del camino, pero la caza era escasa en esta zona y sólo había capturado una pieza raquítica, que apenas fue suficiente para condimentar una sopa fría durante la cena. No obstante, cuando salí del carromato no hubo voz que se alzase para protestar por su situación. Todos me tenían demasiado miedo, no tanto como a los monstruos que nos perseguían, por supuesto, pero sí el suficiente para mantener un hosco silencio.

Aquel puñado de hombres y mujeres estaban al límite de sus fuerzas. Necesitaban comer y descansar con urgencia. Pude apreciar que algunos de ellos no habían pegado ojo desde hacía varios días. Estaba claro que si les exigía más esfuerzos, se derrumbarían durante la marcha. Sin embargo, no podíamos correr el riesgo de que los Tzimisce localizasen a nuestro pequeño grupo de supervivientes esa la noche. Así pues, volví a reunir a todos los hombres que pudiesen empuñar un arma, descartando a los heridos para que el olor de la sangre no llamase la atención de nuestros enemigos, y nos alejamos de nuestros escasos pertrechos para encubrir de nuevo nuestro rastro con ramas y hojas. El aliento del dragón volvió a encubrir aquellos bosques, extendiendo entre los árboles su manto fantasmal.

Durante el tiempo que tardamos en volver, me di cuenta de que el puñado de hombres y mujeres que permanecían conmigo no eran los únicos que estaban al borde de sus fuerzas. Yo mismo sentía el dolor del hambre y a la Bestia Interior aguijoneando en mi alma. Iba a tener que alimentarme esa misma noche o corría el riesgo de perder el control y atacar a los que intentaba salvar. Pero, ¿de quién me alimentaría? No podía hacerlo de uno de los supervivientes, porque eso podría provocar una revuelta y, posiblemente, mi destrucción. Tampoco podía alimentarme de Derlush ni de Friedich o Karl porque necesitaba sus fuerzas para protegerme durante las horas del día y para mantener bajo control a los supervivientes. Lushkar luchaba por su vida e Irena se hallaba enferma por la sangre que me había visto obligado a tomarle. 

Finalmente, tuve que elegir a Sana, rompiendo la promesa que me había hecho a mí mismo tan solo unas semanas antes. Volví a entrar en el carromato y le expliqué que necesitaba su sangre para tener alguna oportunidad de sobrevivir. Al principio, ella me miró sin comprender. Cogí su mano infantil y mordí su muñeca con todo el cuidado que pude. Sólo bebí un poco, apenas lo necesario para ofrecer resistencia a las eternas exigencias de la Bestia, mas confiaba en que fuese bastante. Si tardábamos más de dos noches en llegar a las atalayas, no sobreviviríamos. Avergonzado, dejé a Sana durmiendo junto a Irena y volví a salir de nuestro carromato para vigilar durante el resto de la noche.

Al despertarme después de mi sueño diurno, el carromato volvía a estar detenido y todo parecía permanecer en calma. No obstante, cuando salí al exterior vi que nos hallábamos sobre una pequeña colina, en un recinto protegido por una pequeña empalizada de madera, una robusta torre de piedra de diez o nueve metros de altura en la parte más alta de la colina y una casa alargada con paredes de piedra y techumbre de madera. Una veintena de guardias, bien pertrechados y armados, protegían la empalizada, que estaba rigurosamente iluminada por el fuego de unas antorchas clavadas en el suelo a pocos metros entre sí. Nuestro carromato permanecía junto a la torre y los supervivientes de nuestro grupo descansaban junto a pequeñas hogueras, donde aún estaban calentando la comida de su cena.

Derlush se separó de ellos al verme y se acercó para informarme que habíamos llegado esa misma tarde. No le había sido difícil identificarse como mi sirviente de la forma adecuada y los guardias de la Casa Tremere nos brindaron su protección. También me comunicó que el capitán de la guardia deseaba hablar conmigo, pero eso podía esperar. Necesitaba más sangre. Hice que Derlush entrase en el carromato y bebí un poco de su sangre tras morder su muñeca. No me sorprendí al descubrir que la Bestia quería más, pero la contuve con todas mis fuerzas. No habíamos sufrido tantas penalidades para matar a mi criado por un mero arrebato de hambre. Mientras el pobre Derlush trataba de mantenerse en pie a pesar de los mareos que comenzaba a sufrir, le dije que no necesitaría de sus servicios durante el resto de la noche y que debía descansar y dormir todo lo que pudiese.

Después me dirigí a la casa de la guarnición. Parecía el típico barracón militar usado por cientos de ejércitos mortales en los cuarteles de invierno. Tenía que admitir que la manufactura era excelente. Las paredes estaban formadas por gruesos sillarejos, de aspecto robusto y desigual, usando piedras locales, aunque formaban un conjunto sólido y firme. El pequeño portón de madera, con sus refuerzos de hierro negro entre los que estaba forjado el escudo de la Casa Tremere, parecía lo bastante resistente como para aguantar sin ayuda innumerables golpes antes de ceder el paso. Al cruzar la puerta llegué a un gran comedor, con varias mesas de madera y una gran chimenea de piedra. Dos puertas de servicio comunicaban con aquella sala y una gran escalera de madera conducía al piso superior. En una de las mesas había tres soldados, bien pertrechados y armados, que escuchaban con atención las instrucciones del capitán, un hombre grueso, de amplia barba oscura y pelo gris que caía sin orden sobre las hombreras de su armadura.

El capitán despidió a sus hombres al verme y se presentó como Iacobus Mauller, capitán de la cuarta atalaya de la capilla de Ceoris. Yo también me presenté, usando mi verdadero nombre, así como todos los títulos que me había ganado a lo largo de tantos años de fiel servicio a la Casa Tremere. Una vez hechas las presentaciones oportunas, le informé de mi misión, así como de los ataques que habíamos soportado durante el camino, omitiendo en mi relato los detalles de la traición de Paolos y sus hombres. Por último, le expliqué  que consideraba muy probable que los Tzimisce siguiesen nuestro rastro hasta este lugar y que podría haber un ataque contra la atalaya en cualquier momento. El capitán Mauller se sorprendió sinceramente por mis palabras.

-Ya han pasado casi dos años desde que sufrimos ataques en la cuarta, -respondió con orgullo-. Los suministros desde Buda-Pest han recorrido esta misma ruta sin encontrar ninguna oposición desde hace muchos meses, regens Dieter.

Medité en silencio sus palabras, aunque seguía resistiéndome a creer que fuera una simple casualidad que los Tzimisce hubiesen reanudado sus ataques en aquel momento. En mi fuero interno, tenía la sospecha de que la Consejera Therimna, por medio de Bulscu, era la responsable de todas las muertes que habían sucedido. En el competitivo mundo formado por los iniciados de la Casa Tremere, un exceso de paranoia se consideraba una virtud inevitable para la propia supervivencia y para alcanzar cualquier aspiración política. Aun así, siempre caía la posibilidad de errar en los cálculos, por supuesto.

De todas formas, le pedí a Iacobus que me mostrase el camino más corto para alcanzar la capilla de Ceoris. Él lo señaló rápidamente sobre el mapa de la mesa y me dijo que la distancia que tendríamos que recorrer sería de dos días de viaje. Me aconsejó que desde ese momento evitase acampar en los bosques, pues había cosas más peligrosas que los Tzimisce morando en su interior. Por último, también añadió que evitase viajar de noche, ya que en ocasiones las Gárgolas, usadas por la Casa Tremere para defenderse de sus enemigos, tenían hambre y atacaban a los grupos pequeños sin hacer distinciones entre aliados y enemigos.

Tras escuchar sus prudentes consejos, le hice una nueva petición, que me cediese uno de sus caballos. En realidad, no necesitábamos otro caballo para tirar del carromato, pero tenía planeado alimentarme completamente de él a la noche siguiente, de modo que tuviese una buena cantidad de sangre corriendo por mis venas marchitas durante lo que iba a quedarnos de viaje. No obstante, no sabía si podía confiar mis verdaderas intenciones a aquel hombre. La mayoría de los sirvientes mortales de la Casa Tremere ignoraban la verdadera naturaleza de sus líderes, creyendo que servían a los poderosos brujos y hechiceros que habíamos sido antaño. Incluso los magus mortales capaces de obrar todo tipo de prodigios y hazañas mágicas desconocían que los gobernantes reales de la Casa se habían convertido en Cainitas hacía pocos siglos. Nuestro número había crecido durante estos años, cierto, pero aun así seguíamos siendo discretos respecto a esos asuntos internos. Por ello, había optado por ofrecerle una explicación más mundana y creíble. El capitán Iacobus dio por buena mi petición y de este modo finalizamos nuestra conversación.

Al volver al carromato, comprobé que las gentes a las que había tratado de salvar hasta entonces tenían la moral por los suelos. La comida y el descanso les habían devuelto una apariencia de vida, pero murmuraban entre ellos mientras me acercaba. Incluso el pequeño Vasily, que había sobrevivido milagrosamente a la emboscada, sentía pavor al verme. Decidí tratar de animarles. Les hablé de los diabólicos monstruos que nos moraban aquí y en todas las tierras de este mundo. Les expliqué que hasta ahora habían estado ciegos a los horrores y demonios que acechaban más allá de la vista, horrores que buscaban en silencio la condena de toda la humanidad. Sin embargo, la fortaleza de Ceoris era la luz que desterraría para siempre a la oscuridad y podrían continuar sus vidas tras sus muros protectores. A partir de ese momento, para llegar a ella deberíamos viajar siempre de día, evitando los bosques. Nadie debería huir, porque los que se separasen no sobrevivirían solos en aquellas tierras. Mis palabras me sonaron huecas, carentes de sinceridad. Sin embargo, me di cuenta de que Erik Sigard asentía a lo que decía. Si él creía en su deseo de vivir, el resto lo seguiría. Satisfecho, volví al carromato y me dispuse a descansar y dormir cuanto pudiese yo también.

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