lunes, 20 de agosto de 2012

C. DE T. 1 - 65: LAS CARTAS DE VYKOS


En ese mismo año de 1201 llegó a Balgrad una misiva lacrada procedente de la lejana Constantinopla. El mensajero la dejó en la posada del Gallo Dormido a la atención de Dieter Helsemnich y luego abandonó la ciudad ese mismo día. Para mi gran sorpresa, la carta estaba firmada por el mismo Myca Vykos, el mismo Tzimisce con el que estaba endeudado por la ayuda que me había prestado en el Paso de Tihuta. La caligrafía de las letras griegas era exquisita y su oratoria, como no podía ser de otra manera, era poco menos que perfecta. Por alguna razón, Mica Vykos se había sentido tentado a hablarme de las maravillas de la ciudad más grande de toda la cristiandad. La describía como un sueño encarnado, un ideal al que todos, Cainitas y mortales, debíamos aspirar. Debo confesar que la vehemencia que mostró en sus palabras parecía contagiosa cuando alababa  sus grandes bibliotecas, los bellos palacios romanos, el arte de los templos, el incesante tráfico de sus muelles, el ajetreo constante de los comerciantes de los foros y mercados y otras tantas maravillas semejantes. Finalmente, el Tzimisce lamentaba que mis obligaciones para con los míos me impidiesen ser testigo de esta gloria intemporal y prometía escribir más misivas en el futuro.

Myca Vykos cumplió su palabra. Todos los años llegaba a la ciudad un mensajero portando una carta sellada a nombre de Dieter Helsemnich. Sin embargo, ese hombre ahora solía quedarse unos días a descansar en el Gallo Dormido, lo cual me daba la oportunidad de escribir una respuesta a aquel enigmático Tzimisce. Nuestra correspondencia se sumergía en múltiples esferas del conocimiento y del saber humano, aunque Myca Vykos siempre ligaba aquellas discusiones a la capital del imperio bizantino. Pronto me quedó claro que "el sueño" no era una mera metáfora poética para él, sino una realidad en sí misma. Por sus cartas descubrí que Constantinopla había sido ideada por un Matusalén Toreador llamado Mikael, que aspiraba a fundar una ciudad que reflejase la luz del Cielo en la Tierra. Myca Vykos me explicó que los Cainitas que residían en la ciudad compartían aquella visión y colaboraban para engrandecer Constantinopla a mayores alturas.

Sin embargo, nuestra "amistosa" correspondencia sufrió un giro inesperado en el año 1204. Las noticias de lo que ocurrió tardaron meses en llegar a una ciudad tan apartada como Balgrad, pero al final supimos que las huestes de la Cuarta Cruzada se habían desviado de su camino y, en lugar de asaltar los bastiones del poder musulmán para liberar al Reino de Jerusalén de la presión a la que se veía sometido, habían asediado y conquistado Constantinopla. Los cruzados saquearon palacios, viviendas e iglesias, robando y matando a placer. Como narraría posteriormente el cronista bizantino Nicetas Coniates describiendo el asalto a la catedral de Hagia Sofia, los cruzados "introdujeron caballos y mulas para poder llevarse mejor los objetos sagrados, el púlpito, las puertas y todo el mobiliario que encontraban". En su obra, la Historia, también relató que los guerreros de Cristo "tampoco mostraron misericordia con las matronas virtuosas, las doncellas inocentes o incluso las vírgenes consagradas a Dios". De nuevo, los mortales cometían atrocidades que podían asombrar incluso a los malditos descendientes de Caín. De nuevo, se demostraba que la esencia de lo humano no sólo radicaba en la virtud, sino también en la maldad más pura.

Hasta cierto punto, estaba bastante preocupado por la suerte que le había ocurrido a Myca Vykos, pues no dudaba que muchos Cainitas de Constantinopla habrían encontrado su fin a manos de los incendios que asolaron la ciudad durante el saqueo y la violencia propia de tales sucesos. Si ese hubiese sido el caso, lamentaría sinceramente su pérdida, aunque no albergase ninguna duda de que el Tzimisce podría volverse contra mí con la misma facilidad con la que había favorecido anteriormente nuestra "amistad". No obstante, al año siguiente llegó una nueva misiva suya, en la que su estilo otrora pulcro y magnífico parecía más un discurso basado en la emoción y la falta de coherencia. Era evidente que la caída de Constantinopla había dejado graves secuelas en su alma. Furioso, Myca Vykos aseguraba que los Cainitas enemigos de Mikael habían conseguido llevar la ruina a la ciudad, desviando los objetivos de la Cruzada para cumplir los suyos. El mismo Matusalén Toreador había sido destruido y, con él, muchos de sus seguidores. Sin embargo, juraba que aquellos actos no escaparían a su venganza. El Sueño de Mikael, argumentaba alocadamente, era un ideal eterno que no podría morir y, con el tiempo, él mismo se encargaría de darlo a luz de nuevo a cualquier precio.

El mensajero no esperó contestación, sino que abandonó Balgrad tan pronto como dejó la misiva a su cargo al posadero del Gallo Dormido. En los años siguientes, no hubo más cartas ni noticias suyas. El idealista Myca Vykos se había perdido en la vorágine de la guerra  y se había levantado de las cenizas para llevar su venganza a nuestro mundo. Sentí lástima por su suerte, pero también miedo, mucho miedo, pues intuía que su caída lo convertiría en un monstruo tanto para los humanos como para los Cainitas.

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